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Ecuador, esta tierra que alguna vez fue símbolo de esperanza, hoy parece convertirse en una tierra de nadie. Un territorio que se encuentra a la deriva, donde los caminos de la política se han llenado de sombras y los latidos de la democracia ya no se sienten con la misma fuerza. Lo que antes fue una promesa de libertad y de participación se ha convertido en un murmullo distante, casi apagado, que ya no logra encender la llama del pueblo. Y es que, en este tiempo, la confianza se ha quebrado en mil pedazos. Ya no sabemos en quién depositarla, porque cada rostro que se alza en los escenarios del poder se presenta como una incógnita; todos parecen hablar en nombre del pueblo, pero ninguno responde a su clamor. Se muestran como espejos rotos: reflejan palabras, pero nunca acciones, multiplican discursos, pero jamás certezas.
Se nos ofrece constantemente la idea de “nuevas formas de hacer política”, como si con un simple cambio de traje pudiera renacer la patria. Pero las palabras, cuando carecen de raíz, se vuelven livianas, frágiles, incapaces de sostener un proyecto verdadero. Por eso, el futuro de Ecuador no puede construirse en la superficie, ni en los edificios de mármol que miran con indiferencia a las montañas y a los pueblos. El porvenir debe germinar desde lo profundo, allí donde aún no ha penetrado la corrupción, donde la semilla de la maldad no ha encontrado terreno porque la indiferencia de los poderosos nunca se tomó la molestia de llegar. En los pueblos del olvido institucional todavía se guarda una pureza intacta, un modo de vida que no depende de discursos ni de promesas, sino del trabajo cotidiano, de la dignidad que no se vende.
Allí está la clave: volver a las raíces. Recordar que un país no se construye desde los escritorios, sino desde los campos donde la tierra se abre al esfuerzo del agricultor; desde los talleres donde la chispa de un obrero da forma al progreso; desde los mercados donde una madre lucha por sostener con dignidad a sus hijos. Necesitamos políticos que sean de carne y hueso, de campo y tierra, no simples sombras vestidas de cuello blanco que aparecen únicamente en las pantallas de televisión. Porque de nada sirve un líder que desconoce el olor del lodo, el frío de las madrugadas en el páramo, el cansancio de un día entero de trabajo sin descanso. Queremos políticos de manos curtidas, con los callos que son cicatrices de dignidad; queremos hombres y mujeres que no olviden que la política no es privilegio, sino servicio.
La patria clama por un retorno a lo humano, a lo cercano. Porque hemos confundido el poder con espectáculo, la política con teatro, la democracia con un juego de apariencias. Y mientras tanto, los pueblos siguen siendo los mismos: olvidados, empobrecidos, resistiendo como pueden al abandono. Allí donde nunca llegó la atención del Estado, se encuentra el verdadero corazón del Ecuador. Y quizás la gran lección de este tiempo sea comprender que la esperanza no está en lo alto, sino en lo profundo; no en los palacios, sino en los campos; no en los discursos, sino en los silencios de quienes trabajan.
La política debe volver a ser semilla. Y toda semilla necesita tierra fértil, agua limpia y manos que la cuiden. No puede germinar en el terreno árido de la corrupción, ni en la indiferencia de quienes usan el poder como un botín. Solo florecerá si es cuidada por verdaderos agricultores de la patria, aquellos que entienden que sembrar no es un acto inmediato, sino una promesa de futuro, una responsabilidad con la vida que vendrá. Porque gobernar debería ser lo mismo que cultivar: remover la tierra con paciencia, cuidar de que no crezca la maleza, proteger lo frágil hasta que se haga fuerte.
Si entendemos esto, si aprendemos de nuevo a confiar en lo sencillo, en lo verdadero, Ecuador dejará de ser tierra de nadie para volver a ser tierra de todos. Será un lugar donde la democracia vuelva a palpitar, no como discurso, sino como realidad; no como un recuerdo, sino como un presente vivo. La patria necesita reencontrarse con sus raíces, y en ese retorno puede hallar el camino que hoy parece perdido. El reto no es pequeño, pero tampoco imposible. Al fin y al cabo, los pueblos que han resistido al olvido también saben cómo renacer.