La problemática no es ninguna novedad para el sistema de educación ecuatoriano. Lo que agrava las implicaciones del hecho es que, como consecuencia de la pandemia, los datos de base del estudio presentado hace pocos días solo se han profundizado. Ecuador sufre un déficit de al menos 6.000 docentes, y esta realidad no puede ser pasada por alto.
Los recortes a la educación, originados en el contexto de pandemia, se convirtieron en semilla de una serie de problemas que se sumarán a los ya existentes en el ya mancillado sistema educativo ecuatoriano.
De continuar esta tendencia quienes cursen el bachillerato general unificado en los próximos cuatro años lo harán en peores condiciones que los bachilleres de años anteriores.
Estos estudiantes no sólo no comprenden lo que leen, sino que lidian constantemente con síntomas de estrés y, como consecuencia experimentan serias dificultades de concentración. Además, en tales condiciones habrían completado al menos dos periodos académicos.
A esto se suma la carencia de socialización prolongada que siguen experimentando los estudiantes de establecimientos estatales, que se caracterizará por un contexto educativo que deje rastro en la inteligencia emocional, habilidades sociales y capacidades socioemocionales reducidas de los jóvenes, así como niveles bajos de tolerancia a la frustración.
Estos hechos, que en apariencia no tendrían tanta relevancia, tienen incidencia directa sobre el futuro de esas niñas y niños, así como en el presente y futuro del Ecuador.
Si bien los efectos inmediatos del déficit educativo se sentirán en primera instancia en las aulas, estos afectan las oportunidades laborales y la generación de ingresos de este sector de la población; y constituyen elementos que perpetuarán y agudizarán la brecha social existente.
Es claro que existe una gran tarea a ser llevada a cabo desde la gran política pública; sin fondos que aseguren los planes de contingencia para el regreso a la presencialidad, que es urgente, la disponibilidad de docentes, así como la generación de un plan que permita reforzar los elementos básicos de la educación.
Sin embargo, sabemos que estos elementos no son suficientes, basta la evidencia de la abundancia de recursos mal utilizados que hicieron reformas para enterrar a los docentes en una montaña de papeleo, reduciendo su tiempo real de preparación, tiempo de clases y contacto con los estudiantes.
El centro de una reforma que no perpetúe las desigualdades sociales, está precisamente en alumnos y docentes, en su salud física, pero también mental.
Formular estrategias en el corto plazo, que permitan un aprendizaje real en un contexto de pandemia es urgente, porque no se trata de “aprobar cursos», se trata de adquirir capacidades relevantes que habiliten a las niñas, niños y adolescentes, a tener un proceso de transición exitoso a la vida adulta.
Entre los elementos en peligro de extinción, que se basan en un sistema educativo funcional, y que son vitales para el funcionamiento del sistema democrático, se encuentra la capacidad de reconocer un discurso y clasificarlo.
La aptitud para discernir y ser crítico, e incluso la templanza para denunciar lo inadmisible, siendo empáticos con las circunstancias que atraviesa nuestra sociedad.
Especialmente en un mundo globalizado, donde la lógica de mercado es lo que impera, lo “normal” sería asumir a la educación como un proceso individual y mercantil; esto no es así: las consecuencias de las falencias existentes involucran el presente y el futuro de toda nuestra sociedad.
Por: Lorena Piedra