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Ante la muerte de Miguel Uribe Turbay, después del atentado del 7 de junio y más de dos meses de lucha por su vida, me atraviesa un dolor que no es nuevo.
Es la amarga certeza de que la democracia latinoamericana, como un espejo roto, insiste en devolvernos la misma imagen: la de líderes silenciados a sangre y fuego. Lo hemos visto antes. Y, con peligrosa resignación, lo hemos normalizado.
Desde el asesinato de su madre, la periodista Diana Turbay, en 1991 —secuestrada y callada por la violencia— hasta este 2025, nada esencial ha cambiado en Colombia ni en la región. Treinta y tres años no son poca cosa, pero la historia sigue empecinada en repetirse.
Hoy ya no se secuestra: se mata sin intermediarios. El narco ya no compra políticos: los políticos son el narco. Ya no es solo Colombia: es Ecuador, México, y una geografía entera atravesada por la pólvora. El crimen organizado dicta las reglas invisibles de la democracia con la punta de una bala.
Mi abrazo y mi solidaridad, insuficientes pero sinceros, van a Colombia y a la familia de Miguel. Dos años después del asesinato de nuestro padre, Fernando Villavicencio, hemos comprendido que quizá la única justicia posible —la única que no pueden arrebatarnos— es devolver al pueblo el amor que el pueblo le dio a él.
Quienes quedamos vivos tenemos la misión de soñar —y construir— un mundo libre de violencia, libre de mafias, donde nuestros hijos no tengan que heredar las tragedias de nuestros padres.
Porque no vamos a permitir que nos roben la idea más peligrosa para quienes viven de la muerte: que la paz todavía es posible.