No hablamos únicamente de la diversidad de territorios amazónicos dentro de fronteras ecuatorianas, sino de sectores en las regiones de los Andes y Costa a los que el Estado llegó por primera vez a través de servicios de salud y asistencia social. La expansión de estas fronteras estatales hacia dentro de los territorios harían posible la llegada del tan anhelado bienestar.
Ahora que nos acercamos a concluir el primer cuarto del siglo XXI, el Estado ecuatoriano adolece del mismo problema de hace ocho décadas. Estéticamente existen señales de su presencia, pero el día a día de una importante lista de localidades evidencian una historia completamente diferente; desde zonas fronterizas como San Lorenzo, Palma Real, Huaquillas, General Farfán; centros urbanos como Montecristi, Santo Domingo de los Tsáchilas, Quevedo, Babahoyo, hasta poblados de carácter estratégico para el flujo de la actividad comercial del país como Muisne, Mascarilla, La Troncal, etc.
Dentro de estas áreas mencionadas, donde la inseguridad con respecto a las posibilidades de subsistir impera, el rasgo común se resume en violencia estructural, e inseguridad física para sus habitantes. Y todo esto sin mencionar el pandemónium que existe dentro de los centros de privación de libertad. Reductos, dentro de centros urbanos donde indudablemente el estado pretende simular control, pero no lo ejerce.
Las bases de este problema son múltiples, pero aterrizan en una presencia estatal marcada por vacíos: circunscripciones territoriales ubicadas a lo largo del territorio nacional, donde la presencia -únicamente estética del Estado-, es visible a través de instituciones presentes en nombre, pero incapaces de solucionar los grandes problemas de sus habitantes.
A este Estado debilitado ni siquiera le alcanzan las capacidades para responder cuando bombardean sus cuarteles, incendian y ciernen a balas sus recintos policiales. Peor aún, se queda sin respuesta cuando debe velar por sus ciudadanos, quienes deben resignarse ante la zozobra de perder años de trabajo y esfuerzo cuando las pertenencias de sus hogares o negocios son arrebatadas en cualquier día del año y a cualquier hora del día, frente a personas fuertemente armadas que transitan libremente por el país; a estos ciudadanos solo les queda secarse las lágrimas y tragarse amargamente la desprotección del Estado, cuando en el mejor de los casos estos hechos delictivos no dejan víctimas que lamentar.
Este Estado, para los corazones de la población ecuatoriana, hace tiempo perdió la batalla contra la inseguridad, cuando dejó un vacío, que fue llenado por otro tipo de actores, tales como estructuras de delincuencia organizada que generan fuentes de ingreso, otorgan beneficios de salud, se ocupan del “bienestar” de los niños, y hasta solucionan los líos de faldas dentro de los poblados donde el Estado simplemente no llega y deja a la ciudadanía excluida de las políticas públicas, en un absoluto estado de supervivencia.
La clase política, con los ojos en la renta electoral, olvidó por décadas a estos territorios, a sus habitantes, y ha confiado erróneamente que su negligencia no tendría consecuencias.
Pero las consecuencias están a la orden del día cuando las señales parecen indicarnos que quizás ya es muy tarde, que los huecos que el Estado no puede tapar, exacerbados por la crisis económica, consecuencia de la pandemia y otros factores, simplemente se multiplicarán sin control.
Este escenario nos lleva a pensar que quizás sea hora de acostumbrarnos a los muertos y la violencia; a pensar, como ya sucede en determinados sectores, en armar grupos de limpieza delincuencial, o que quizás debemos aprender a vivir con esta presencia de un Estado meramente estético.
Esta crisis, que aún no alcanza sus niveles más altos, nos obliga a fijar como prioridad un replanteamiento en las prioridades de la política pública. El objetivo principal debe ser generar condiciones dignas para los sectores más olvidados, recuperar en el mediano y largo plazo los territorios que hoy aparecen como perdidos e inmanejables.
Tarea que debe ser cumplida, sin generar otros huecos, manteniendo la presencia del Estado donde todavía funciona; blindando más que nunca al Estado en todas sus esferas, para que el mal de la negligencia no siga dejando en bandeja de plata, espacios y zonas de influencia a la delincuencia organizada. Pero principalmente para que Ecuador siga siendo un territorio donde sea posible vivir y crecer.
Soluciones para el gran problema de seguridad como las existentes, donde todo es reactivo y el populismo penal impera, no generarán ningún cambio. Los hechos y eventos que vivimos deben impulsarnos a participar, exigir a nuestros representantes que abandonen la costumbre de pensar en sí mismos, y piensen en todos nosotros. Si no cambiamos el enfoque nada cambiará.