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Desde las entrañas del ande profundo, allá donde la neblina no solo cubre los techos de zinc, sino también los secretos del tiempo, se alza Sevilla: el pueblo de las almas decapitadas.
No es un título dado a la ligera, es herencia y memoria viva. En sus callejones serpenteantes, entre el murmullo de sus ríos y el eco de las montañas, aún se oyen las voces de quienes supieron escribir historia con dignidad y coraje. Hoy, en este lugar sagrado por la palabra y el recuerdo, elevamos un canto de homenaje, no solo por lo que se ha perdido, sino por lo que permanece encendido en el alma de un pueblo que no olvida.
Porque de Sevilla a Carondelet, ¡carajo!, no hay distancia más cercana que la convicción. No hay camino más recto que el que se traza con la verdad. Y fue esa verdad la que llevó a Fernando Villavicencio a alzar la voz por millones de ecuatorianos que se sentían silenciados, traicionados, burlados por quienes vendieron al país a las mafias y a la impunidad.
Fernando, periodista, luchador, hombre de carne, sudor y principios, nos dejó frases que hoy resuenan con más fuerza que nunca: “No les tengo miedo… no le tengo miedo a la muerte, porque yo ya vencí sobre ella.” Su voz era lanza, era escudo, era fuego que alumbraba un Ecuador de valientes.
“No me escondo, aquí estoy sin chaleco, carajo”, gritaba frente a las multitudes, con la camisa empapada de compromiso, con la esperanza anudada en el pecho. Y nosotros, hoy, desde este pequeño pueblo cubierto por neblina —el portal del tiempo— decimos: tú tampoco te escondiste, Fernando. Caminaste con el pecho abierto y el alma dispuesta. Desnudaste a los corruptos, señalaste con nombre y apellido a los traidores del país, y diste batalla no solo en la política, sino en el corazón del pueblo, donde pocos se atreven a mirar de frente.
‘El correísmo nunca volverá’
Mientras algunos agachaban la cabeza ante los caudillos del dinero, tú dijiste claro: “El correísmo nunca volverá”. No era solo una consigna política, era una declaración de resistencia moral. Tu muerte no apagó esa luz, la multiplicó en cada joven que cree en la honestidad, en cada ciudadano que ya no acepta el pacto con los criminales como regla de gobierno. Hoy, como antes, tu palabra sigue siendo trinchera.
Alfonso Brito y Fernando Villavicencio
Pero Sevilla no solo despide a uno de sus hijos en ideales, también ha dicho adiós recientemente a uno de sus hijos propios, el intelectual del pueblo: Alfonso Brito. Hace un mes partió de este mundo, el primer escritor de Sevilla, aquel que se atrevió a contar su historia cuando la historia de los pueblos humildes no interesaba a nadie. Alfonso no necesitó grandes editoriales ni academias para escribir lo que dolía y lo que inspiraba. Su pluma era humilde y feroz, y sus relatos eran espejo de nuestra identidad.
A Alfonso se le adjudica la escritura de la historia de Sevilla, pero en realidad escribió mucho más: escribió el alma del pueblo, la memoria de los caídos, la resistencia del día a día. Hoy, sus palabras sobrevuelan entre los tejados mojados por la neblina, esa que no solo oculta, sino que también revela. Porque en Sevilla, la neblina es portal del tiempo: nos conecta con los que fueron y con lo que seremos si tenemos la valentía de no olvidar.
Hoy recordamos a dos hombres que, desde sus trincheras, se enfrentaron a gigantes. Fernando, desde la política y el periodismo, y Alfonso, desde la palabra silenciosa del papel. Ambos entendieron que escribir y hablar con la verdad es un acto de rebeldía, y por eso los celebramos, los honramos y los llevamos en el corazón.
Un Ecuador de Valientes no se construye con discursos vacíos ni promesas de campaña. Se construye con actos como los de Fernando Villavicencio, con vidas como la de Alfonso Brito, con pueblos como Sevilla, que pese a la distancia, pese al olvido institucional, sigue sembrando memorias que florecen en medio del abandono.
Porque de Sevilla a Carondelet, ¡carajo!, no hay solo camino, hay legado.
Y ese legado tiene nombres, tiene rostros, tiene voz.
La voz de los que no se vendieron.
La voz de los que no callaron.
La voz de los que, aun en la muerte, siguen alumbrando esta patria herida.