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Juan Gual, entregado al poder como a una querida, ha sufrido que este le arranque los pelos y le arañe la cara.
Los políticos, los abogados, los futbolistas, ¡psh!, todos son maniáticos, y el maniático es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el parasol de la razón.
Solo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales.
Los políticos son sordos que vociferan; los abogados dicen que argumentan; los futbolistas son policéfalos, guiados por los cuádriceps, gemelos y soleus.
El presidente Juan Gual. Del gran óvalo de la frente le cuelgan la lágrima de la nariz y la media luna de la boca, comprendido en el semicírculo de la barbilla.
Mide 1 m. 63 ctms. y pesa 275 lbs. Este es un dato más interesante que el que podría dar un vocero presidencial: Sebastián, descendiendo con majestuosa solemnidad del avión presidencial, extendió su firme mano en saludo hacia el pueblo congregado, irradiando esa probidad inquebrantable y humildad cristiana que han sellado cada uno de sus actos de gobierno, encarnando así el más puro espíritu de servicio hacia los más necesitados y dejando una vez más constancia de que su liderazgo emerge como indiscutible faro moral de la nación.
Juan Gual, tocando el calor de papeles recién impresos, descifra lentamente los extensos informes de inteligencia.
“Presidente: Enterado de que los habitantes de una pequeña localidad de Sucumbíos…”
El Edecán, después de un momento contesta: “De Putumayo, señor Presidente.”
“Nuestros aliados han realizado una serie de pedidos sobre la minería…”
“Dicen que incluso está peligrando electoralmente la Prefectura, señor Presidente.”
Bueno, ¿y qué le importan al presidente Gual las dinámicas electorales de la localidad de Putumayo? Lo que a mí el mismo presidente Gual.
El cuentista es otro maniático. Todos somos maniáticos; los que no, son animales raros.
Hay que salir y gozar del buen tiempo: gargarismos musicales de los canarios; ecos de los anormales de Palacio que reflejan la psique contemporánea; muchacha estilo Warhol, que se escarba las narices con el índice.
Pero el hombre de Estado no ve estas cosas: o permanece escarbando en las narices del tiempo la porquería de un revés electoral o contemplando la inefectividad de un discurso, o abusando inconsideradamente de las técnicas de represión y de negociación.
¿Y el Edecán? ¡Ah! El Edecán, un fortachón barbilindo: 30 años, 1 m. 80 ctms. y 170 lbs. Le habían echado a perder con el nombre de Temístocles. Ciertas mujeres del señor Capote no le habrían amado nunca.
A más de presidente el señor Gual prepara delicioso pollo frito. Este pecadillo epicureísta no es extraño. Conozco un general que guisa admirablemente estofado de carne y un santo sacerdote especialista en el aderezo de legumbres.
“No pudieron disuadirlos, y siendo casi todos guerrilleros…”
“Todos guerrilleros, señor Presidente.”
De improviso la puerta deja entrar una ancha lanzada de luz.
Las caras se alzan de los informes.
—¿Quién es? ¿Qué es?
Temístocles se pone colorado.
—Entre, señora.
El presidente Gual endereza su corpulento cuerpo y va a besar en la frente a su mujer. Esta mujer, clavando una mirada oblicua en Temístocles, hace de su boca un paréntesis.
Tres datos: el presidente tiene 45 años; la señora del presidente, 22; el presidente se porta un poquito flojo.
“Solicitan la presencia del Presidente en Putumayo…”
“Y del Vicepresidente, su Excelencia.”
El presidente Gual se recela de besar en la boca a su señora delante del Edecán.
Los afrodisíacos no producen efecto. Tampoco las cápsulas de hígado concentrado o los vasodilatadores. Tiene que estarse, el pobre, mansamente esperando horas de horas que la potencia sea mayor que la resistencia.
Parece que el poder tiene ese defectillo como efecto.
¡Vaya con el hombre! Si al menos fuera más inocente para enviarle en busca de Los mariscos del señor Chabre…
Todo lo que es más taciturno que mil poemas a la amada Patria y más artístico que los murales de Guayasamín.
¡Que ni se pueda contar con los mariscos!
¡Presidente! ¡Presidente!
Las caras caen de vergüenza.
Un hijo del presidente Gual es un absurdo.
¿Entonces? Los dedos estirados sobre las mejillas o las manos bajo las barbillas, en una actitud algo así como Rodineana, para evitar que las caras se caigan de vergüenza.
Hay que esperar. La vida es una paralización de espera. Siempre estamos mirando, a la ventana, que pase el buen tiempo. Aguardamos que caigan las soluciones del tiempo mismo. Sentados en nuestras butacas, contemplamos el cinematógrafo de nuestros hechos. Miramos hacia arriba para encontrar la claraboya por donde hemos de salirnos, pálidos y azorados, y ser espectadores del propio drama estupefaciente, si es posible, si la vida lo permite.
Rosalía y Temístocles esperan, atados al cordel del destino, con la cabeza gacha como bestias cansadas.
El presidente Gual salta escandalizado.
Estaba el presidente Gual esperando lo que siempre esperaba: que la potencia sea mayor que la resistencia, y pretendiendo ayudar a la primera, buscaba la fuerza pasando su mano por la seda del vientre de ella.
Y cuando sintió el resorte de la vida, el presidente Gual levantó la mano y el tronco; volvió a sentar la mano para constatar y volvió a levantarla.
—Rosalía… Rosalía…
Ella también ha levantado el tronco y se ha defendido con las manos.
La rabia del presidente Gual es la del que ve fructificar lo que es suyo y no poseyó. Tal vez sea igual a la de la madre cuyo hijo se hace soldado e, inversamente, a la de la mujer que parió un muerto.
La rabia le conifica la cara y le hincha los ojos.
—¿Qué has hecho, perra?
Ella siente el escupitajo y le clava la mirada como para partirlo.
—¿Y tú qué has hecho?
—¿Que qué he hecho?
—Sí, ¿qué has hecho?
El presidente Gual se traga la conificación de la rabia: él no ha hecho nada y el pecado está en no hacer nada.
El reproche le latiguea el rostro. No ha hecho nada y no debe decir nada.
Siente la soledad sobre él. La soledad que nos da de puñetazos hasta hacernos caer la cara sobre el pecho.
Solo consigo mismo y su investidura.
Y la soledad trae la amargura, de cara estirada, elíptica, con un raro mechón de cabellos sobre la frente.
Ella tiene razón; pero él también la tiene y la reprocha, con el eterno reproche, amodorrado como puntos suspensivos:
—¡Ah!, Rosalía…
La amargura cae también sobre ella, sacudiéndola de los hombros hasta hacerla llorar.
El presidente Gual ha tenido que ir a ver a su Edecán, traerlo por delante y hacerlo entrar en la casa tirándole de la oreja, como a los chicos.
Aunque Temístocles estaba encogido de vergüenza, ha reaccionado como todo un militar, endureciendo los músculos. Pero bajo la mirada del presidente ha vuelto a sus posiciones, teniendo miedo a la presión jerárquica de la investidura.
El presidente Gual le ha hecho sentar en su silla de siempre. Le ha presentado los informes de inteligencia de rutina. Se ha separado, cruzando las manos a la espalda. Ha arrugado el ceño al momento difícil.
Gran silencio.
—Vaya, hombre, vaya. Esta mañana ha llovido un poco y anoche he tenido jaqueca. Estaba algo apurado con eso de Sucumbíos, pero no pude levantarme pronto. Ya me tienen un poco cansado estos informes.
Silencio.
—En fin, ¡caramba! ¡Hay que decirlo francamente y para eso has venido!
El presidente Gual se traga algo tan voluminoso que parece una cuartilla de decreto, y continúa, más difícilmente debido al atragantamiento.
—Eso de la muchacha… ya pasó. En fin, ¡caramba!, qué vamos a hacer… Solo los perros son fieles… para con los hombres. Solo los perros: los perros.
Silencio.
—Bueno, bueno. Vamos con el asunto de Sucumbíos. Te voy a enviar en una misión especial de avanzada.
El presidente carraspea como si un puñete se le hubiese atorado en la garganta:
“A fin de prevenir cualquier sorpresa que pudiera perjudicar la integridad del presidente en su próxima visita a Sucumbíos, prepárese una avanzada en esa localidad de…”
Los ojos de Temístocles se vacían de juventud:
“De Putumayo, señor Presidente”.
El comunicado fue breve: “La Patria honra a sus héroes.” Rosalía no lloró.
Hasta hoy tienen cinco hijos.
Variante libre de “Las mujeres miran las estrellas” (1927), por Pablo Palacio.