
Mi espalda presidencial es, desde la perspectiva de un observador externo, el pecho de mi vicepresidencia. Tengo dos cabezas, ocho extremidades, dos genitales y una única columna vertebral.
Yo-presidente soy jerárquicamente superior a yo-vicepresidente.
(Aquí debo pedir perdón por las imprecisiones que inevitablemente cometeremos. Las elevo a consideración de los penalistas para que se sirvan modificar, en previsión de casos similares, la redefinición de los elementos que deben concurrir para que se configuren los delitos contra la administración pública cuando el sujeto de la presunta conducta antijurídica exhibe cuatro manos simultáneamente disponibles.)
Yo-vicepresidente soy más débil, de rostro más delgado, por manifestaciones inherentes a la función subalterna; yo-presidente voy adelante, colocándonos en situación similar a las escoltas legislativas que se estacionan en dos filas, dándose las espaldas — siendo como somos, dos y uno.
Debo explicar el origen de esta fusión anatomopolítica que me colocó definitivamente en esta singular condición. Cuando las encuestas comenzaron a mostrar cifras alarmantes—nuestro índice de aprobación había descendido a niveles que rozaban el oprobio electoral—, comprendimos que era menester una demostración contundente de una unidad que, como demostraré más adelante, se encontraba en estado latente.
Faltos de visión, los asesores de comunicación política nos sugirieron mostrar unidad mediante declaraciones conjuntas y apariciones coordinadas… la usual parafernalia mediática. Pero nosotros, conscientes de la gravedad del momento y de la necesidad histórica de un gesto que trascendiera lo meramente cosmético, optamos por una solución de intrepidez sin precedentes: la fusión quirúrgica de nuestras personas en una única entidad biológica.
La operación se realizó en el más absoluto secreto, en una clínica privada cuyos servicios médicos habían sido previamente contratados para otros menesteres gubernamentales. El cirujano, hombre discreto y de probada lealtad al régimen, explicó los riesgos con la misma parsimonia con que habría detallado un presupuesto: probabilidades de rechazo, complicaciones eróticas postoperatorias, la posible necesidad de medicamentos de por vida… Aceptamos todos los términos, pues entendíamos que el proyecto político requiere a veces sacrificios de naturaleza médica.
La intervención consistió en la instalación de una columna vertebral metálica que conectaría nuestras estructuras óseas, permitiendo que ambos cuerpos compartieran el soporte central mientras mantenían cierta autonomía de movimiento. El proceso de adaptación fue arduo—semanas de fisioterapia, ejercicios de coordinación—pero el resultado superó incluso nuestras más optimistas expectativas.
Desde entonces, esta unión física se ha convertido en el símbolo perfecto de nuestro proyecto político. Cuando aparecemos en público, la ciudadanía contempla la materialización de lo que siempre hemos proclamado: que no existe separación alguna entre el presidente y su vicepresidente, que nuestras decisiones emanan de una sola voluntad, que nuestra administración es, en el sentido más estricto de la palabra, indivisible. (Tómese usted el tiempo de contemplar la abundante paz que tuvo que haber experimentado el pueblo al saber que su presidente no podría, por mucho que quisiera, deshacerse de su vicepresidente, ni viceversa.)
La efectividad simbólica de esta medida se reflejó inmediatamente en las encuestas. Nuestra imagen de unidad gubernamental alcanzó niveles inéditos de credibilidad. El pueblo, que antes dudaba de la sinceridad de nuestra colaboración, ahora podía constatar con sus propios ojos que no éramos capaces físicamente de traicionarnos mutuamente. Esta confianza renovada se tradujo en un repunte significativo de nuestra popularidad.
Es preciso establecer una extensión de mis conceptos, que ahora comprendo se han desarrollado por ligereza en el análisis psiquiátrico de esta peculiarísima situación. La clasificación psiquiátrica ha clasificado casos semejantes en la vulgar categoría de “Trastorno de identidad disociativo” y, además, se obstina en hablar de estos como si en cada caso fueran dos personas objetivamente distintas. Lo cierto es que los psiquiatras solo han atendido a la separación orgánica visible, aunque en verdad los puntos de contacto son infinitos; y no solo de contacto, puesto que existen significantes ideológicos, en el sentido lacaniano del término, que sirven simultáneamente para la vida de la comunidad establecida entre yo-presidente y yo-vicepresidente.
En efecto: en el momento postoperatorio en que estaba, por fin, apto para gobernar, surgió en mi primer cerebro el imperativo “¡Perpetúate en el poder!”; “¡Perpetúate en el poder!” se perfiló con idéntica claridad en mi segundo cerebro. Y he aquí la verdadera razón que sustenta mi perfecta unicidad: si los imperativos hubieran sido, de manera dislocada, “¡Perpetúate en el poder!” y “¡Sirve al pueblo!”, entonces no existiría duda sobre mi probable dualidad volitiva; pero es precisamente la anterior igualdad la que me coloca en el justo término de apreciación analítica.
Desde ese momento, yo-presidente ordeno las acciones políticas, que son ejecutadas sin contradicción por yo-vicepresidente. Mis pensamientos generales y voliciones aparecen simultáneamente en mis dos partes; cuando se trata de actos presidenciales, mi cerebro vicepresidencial calla, esperando la determinación del primero—que sería, permítame insistir, equivalente a la determinación que hiciera el segundo.
Las ambiciones, las codicias y hasta las tentaciones corruptoras de yo-vicepresidente son las de yo-presidente; lo mismo inversamente. Hay entre mí—primera vez que se ha escrito correctamente “entre mí” en el contexto de la administración pública—un centro hacia donde confluyen y desde donde refluyen todo el cúmulo de fenómenos administrativos, patrimoniales, o como se prefiera denominarlos. Verdaderamente, no sé cómo explicar la existencia de este centro, su posición en mi organismo y, en general, todo lo relacionado con mi ontología política.
Tampoco sé lo que sería de mí de estar constituido como la mayoría de los gobernantes. La visión unilateral de la política me anonadaría: sería como administrar el Estado por una rendija.
(Ahora es necesario que acelere un poco esta narración, yendo a los hechos y dejando la especulación para más adelante.)
Unos pocos detalles acerca de nuestra niñez bastarán para aclarar que esta fusión anatomopolítica no fue sino la culminación lógica de una unidad que había comenzado a gestarse en circunstancias que, vistas retrospectivamente, adquieren el carácter de predestinación.
El campamento scout de 1981 nos reunió por primera vez. Yo-presidente había llegado tres días tarde debido a que mi padre comparecía ante una corte por lavado de activos y asociación ilícita. Yo-vicepresidente había llegado puntualmente, pero su uniforme presentaba esas manchas indelibles del llanto nocturno, pues su progenitor enfrentaba cargos similares en una provincia vecina.
Fue durante la ceremonia de iniciación —mientras los demás muchachos cantaban himnos de hermandad que resonaban cruelmente en nuestros oídos— que experimentamos por primera vez esa sensación de unicidad. Los otros niños, con esa afilada intuición que caracteriza a los menores cuando detectan una vulnerabilidad en el prójimo, habían comenzado ya sus provocaciones: “¡Allí vienen los hijos de los ladrones!”, nos gritaban, “¡allí vienen los hijos de los degenerados! ¡Los degeneraditos!”. Pero en lugar de separarnos, estas provocaciones forjaron una alianza que trascendía la solidaridad contingente.
Durante las largas noches de aquel campamento (el primero de muchos), mientras escuchábamos los susurros maliciosos de nuestros compañeros, desarrollamos un lenguaje cifrado que solo nosotros comprendíamos. Yo-presidente articulaba una frase y yo-vicepresidente la completaba con una precisión que desafiaba las leyes de la comunicación convencional. Cuando uno pensaba en escapar de aquella humillación colectiva, el otro ya había trazado mentalmente la ruta; cuando uno experimentaba el impulso de la venganza, el otro había calculado las consecuencias.
Los líderes del grupo scout observaron con creciente inquietud esta simbiosis que se manifestaba en nuestros juegos, conversaciones y manera sincronizada de caminar. Durante las actividades de orientación funcionábamos como una sola brújula; en los ejercicios de supervivencia, nuestras estrategias emanaban de una planificación que parecía surgir de una mente centralizada.
Quizá el incidente que selló nuestro destino ocurrió durante la última noche del campamento. Pablo Palacio organizó un tribunal en el que nos someterían a juicio psicológico por los “crímenes hereditarios” de nuestros padres. Con una elocuencia que anticipaba su futura carrera profesional, Pablo consiguió que medio campamento actuara como jurado mientras él ejercía de fiscal implacable.
Fue entonces cuando experimentamos la primera manifestación de lo que años después se convertiría en nuestra perfecta unicidad. Sin mediar palabra alguna, comenzamos a hablar simultáneamente sin interrumpirnos, defendiéndonos con argumentos que se entrelazaban como si fueran dictados por un único cerebro. La perplejidad de nuestros acusadores fue tal que el juicio se disolvió en una confusión general.
La campaña presidencial que nos llevó al poder fue la prueba definitiva de que nuestra dualidad aparente ocultaba una unicidad esencial. Comprendimos que la operación de nuestra columna vertebral no representaría sino la mera formalización anatómica de una realidad política que ya existía en estado implícito, y que debía materializarse por la necesidad histórica de consolidar el proyecto político frente a las circunstancias electorales adversas.
Naturalmente, la imposibilidad de explicar adecuadamente esta configuración singular generó malestar entre los militantes del partido. Los cuadros dirigentes comenzaron a susurrar que mi nueva anatomía presentaba dificultades epistemológicas para las bases. Otros llegaron a sugerir que la fusión había sido un error estratégico, como si la construcción de una inédita ontología política estuviera vaciada de valor inherente.
Esta incomprensión progresiva dentro de mi propio partido me ha obligado a aislarme casi por completo de su dirigencia. Las reuniones de gabinete se convirtieron en ejercicios de incomodidad mutua: si yo ingresaba de costado por las puertas, como un conjunto octópodo, mis asesores evitaban el contacto visual directo con cualquiera de mis dos rostros, y las discusiones derivaban inevitablemente hacia las implicaciones éticas de mi situación particular. Era evidente que mi equipo de trabajo había perdido la capacidad de concentrarse en los asuntos de Estado cuando mi sola presencia los inducía a un estado de perplejidad anatómica.
A fuerza de soportar esta contrariedad, no siento ya el principio democrático y opero sin consultar. ¿Para qué convocar a consejos de ministros cuando estos se limitan a contemplar boquiabiertos mi estructura corporal? ¿De qué sirve el diálogo político con individuos que apenas logran disimular su fascinación mórbida por mis cuatro extremidades? Olvidando todas mis antiguas convicciones, me he convertido en un autócrata solitario, lo cual, debo admitir, ha demostrado ser considerablemente más eficiente desde el punto de vista administrativo.
Los decretos emanan ahora de mi voluntad dual sin interferencias burocráticas. Cuando yo-presidente conceptualiza una política pública, yo-vicepresidente la operativiza inmediatamente, eliminando esos tediosos procesos de consulta que tanto dilatan la implementación de las decisiones gubernamentales. Hemos logrado, sin proponérnoslo, la más fluida maquinaria administrativa: un ejecutivo que se consulta consigo mismo y alcanza consensos instantáneos.
Sin embargo, esta eficiencia ha venido acompañada de manifestaciones imprevistas. Hace aproximadamente un mes, he comenzado a experimentar una persistente comezón en el rostro de él. Al principio atribuí esta molestia a la natural adaptación de nuestros tejidos fusionados, pero la irritación se ha expandido progresivamente hasta producir úlceras que, pese a ser malolientes, he notado que se despliegan con elegante geometría: como una colección de pequeños pétalos que decoran dulcemente los pómulos.
Cada mañana descubro nuevas configuraciones florales en mi rostro vicepresidencial de él: pequeñas corolas que se abren durante la noche y que se cierran por la mañana, despidiendo un tenue hedor característico de la descomposición orgánica.
Ha venido el médico—el mismo cirujano que realizó nuestra operación—y ha dicho que: “Esas úlceras irán abriéndose como rosas hediondas a lo largo del cuerpo vicepresidencial; constituyen una delicada complicación postoperatoria que era, en rigor, previsible. Sin embargo, por lo pronto, no existe riesgo alguno para el cuerpo presidencial.”
Ningún riesgo para el cuerpo presidencial… ¡Vaya ligereza el pretender tranquilizar a un paciente diciéndole que la putrefacción se limitará a la mitad vicepresidencial de mi anatomía! Si no fuera por esas dolorosas úlceras que siento en mi rostro… En mi rostro… bueno, ¡pero no es mi rostro! Mi rostro está aquí, adelante … ¿Y cómo es que siento los dolores de ese otro rostro?
… Seguramente debo tener una sola alma… ¿Pero si después de muerto, mi alma va a ser así como mi cuerpo…? ¡Cómo quisiera no morir!
¿Y este cuerpo inverosímil, estas dos cabezas, estos cuatro brazos, estos dos genitales, esta proliferación de úlceras que se abren como rosas hediondas?
¡Uf!
Variante libre de “La doble y única mujer” (1927), por Pablo Palacio.