
Michelle desapareció una tarde cualquiera, de esas que prometen ser ordinarias. Su padre la había dejado en su casa luego de una cita médica. Todo parecía tranquilo. “Les dejo en la casa de mi hija y cuando ya estoy por llegar al colegio de mi nieta, me llama mi esposa y me dice que no asoma mi hija, que ha salido…”. Desde esa llamada, la vida de Fernando cambió para siempre.
Lo que vino después fue un abismo: una ausencia que no se llena con nada. Una ausencia que el Estado ha convertido en costumbre. “Llamamos al 9-1-1, llamamos a la policía, llamamos a todo el mundo… y hasta la fecha nunca aparecieron. Por eso hicimos un barrido a nuestra manera, porque no somos expertos. Y yo creo que ningún padre de familia está preparado para la desaparición de un familiar”.
Buscó a pie, en bicicleta, en carro. Se metió al Parque Metropolitano, preguntó a vecinos, reconstruyó los últimos pasos de su hija. Habló con un taxista, revisó cámaras de seguridad. Encontró cabos sueltos. Y también encontró indiferencia.
“Les dijimos que pidan las pericias de las cámaras. Nosotros fuimos a pedir y nos dijeron que no, que solo a la policía les entregaban. La policía se demoró más de tres meses… sabiendo que la mejor cámara guarda 30 días. No hicieron absolutamente nada”.
Han pasado casi siete años de respuestas que nunca llegaron. Siete años en que Fernando ha tenido que luchar contra un sistema que no escucha, que no responde, que no protege. Un sistema que, como él mismo dice, es responsable también por inacción.
“Así es como se maneja el Estado. Y ahora este otro 5 de junio va a cumplir siete años de desaparecida mi hija, de no saber absolutamente nada. ¿Qué será? ¿Estará viva, estará muerta?”
A Fernando le duele la desaparición de Michelle, pero también le duele la impunidad. Le duele la desigualdad con que se investiga una desaparición cuando la víctima no es rica, ni poderosa, ni famosa. “Cuando se desaparece un hijo de un burgués o de un mafioso, enseguida actúa la policía, ahí todo su aparataje aparece… pero cuando nosotros pedimos que rastreen el teléfono de mi hija dijeron que no pueden, que tienen que mandar a Estados Unidos”.
Su voz quiebra. Se hace bronca, se hace verdad. Porque no hay nada más peligroso que un padre herido que aún cree en la justicia. Que la exige. Que la nombra. Que la grita.
“Más de 4.000 desaparecidos. Más de 4.000 que no vuelven a sus casas. Más de 4.000 familias destrozadas. Más de 4.000 razones para luchar” grita la plaza.
En una sociedad atravesada por el olvido, por la corrupción y por la negligencia, Fernando Montenegro no solo busca a su hija. También busca dignidad. Busca que la memoria de Michelle no se borre, que no se maquillen las cifras, que no se apague la verdad.
Y mientras no sepa dónde está su hija, él seguirá hablando. En plazas, en calles, en medios. Con la voz rota y el corazón firme. Porque como dice al final de su testimonio:
“Nosotros solo queremos realzar la memoria y que no se pierda nunca”.