EL CUERPO

Juan Carlos Calderón V.8 agosto, 202436min900
Juan Carlos Calderón V.8 agosto, 202436min900
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Mientras caminaba a la ceremonia en el Círculo Militar, en la zona de La Pradera, en el centro norte de Quito, alcancé a mirar el celular de reojo y lo que vi en la cuenta de X de Christian.  me dejó helado: «acaban de matar a mi amigo».

Eran las seis de la tarde de ese miércoles y ya iba atrasado para encontrarme con L., general de la policía y director de investigaciones. Hacía calor en la ciudad a pesar de que el día había amanecido gris y frío, pero al mediodía el sol estuvo en su punto máximo de radiación, lo que hizo que mi abrigo se volviera un estorbo y la camisa se empapaba de sudor, arruinando la buena facha con la que rara vez me vestía. Típico de Quito. Pero dejé la mala onda climática a un lado, no estaba para tonterías.

Pasado el mediodía en el grupo de chat de mi familia había aparecido un mensaje tan confuso como aterrador: «cambien sus avatares, saquen las fotos de sus familias asociados a los números telefónicos». El tono imperioso no daba para una broma. La paranoia se me había desbordado tras los noticieros del mediodía que escaneaba con la delectación de un obseso. En la madrugada se habían dado varios ataques simultáneos en las zonas pobres de Guayaquil. Cuatro policías fueron asesinados a bala, sorprendidos mientras vigilaban desde sus patrulleros y en los cuarteles vecinales. Entre ellos una joven teniente que estaba a punto de casarse, destacaban las noticias. Así que el misterioso mensaje del chat remitido por el hijo de mi primo me puso en alerta. Minutos después otro mensaje del mismo remitente: han secuestrado a mi papá, borren todos sus mensajes anteriores. Obedecí de inmediato, no era un chiste.

Marqué el teléfono de D. Hijo tratando de controlar los dedos mientras el corazón empezaba  a galopar. Cálmate, me dijo en voz alta, casi gritando al aparato. 

—Hola tío. Sí, fue a las dos de la tarde. No, no sabemos nada aún, no se han comunicado. Fue en la gasolinera, sí cerca de la finca, tres tipos en un carro blanco y dos que llegaron en moto, como escoltas. Sí, solo a él. Hay videos. No, no hemos contactado con la Policía. 

—Yo voy a hablar con el jefe de investigaciones. Cualquier cosa me avisas, estaremos en contacto. Tranquilo mijo, todo irá bien. 

—Sí tío, estoy tranquilo. Gracias. No, mi mami está en Miami. No le hemos avisado, es mejor que no venga, es peligroso. Sí, solo estoy con mi hermana, C.

–Entiendo—. Corté la llamada. Los dos chicos no pasaban de los veinticinco años de edad. Me los imaginé, solitarios, por ese inhumano cruce del desierto tras el secuestro de su adorado padre. Les tocaría caminar con valentía.

Y por eso estaba camino al Círculo Militar donde había quedado en verme con el alto oficial de la Policía, al que había conocido de varios años en las correrías periodísticas. Alto, elegante y tieso, lo vi parado justo en el descanso de las escaleras que llevaban al salón de actos. El oficial estaba prendido al teléfono, con smoking  negro y corbatín y detrás suyo permanecía silente y en estado de alerta un hombre de seguridad que le cargaba el maletín y ostentaba una 9mm de dotación en el lado derecho de su cadera. El hombre me prendió los ojos oscuros cuando me acerqué discretamente. 

—Hola, vine por lo de mi primo. Lo que te hablé hace unas horas.

—Hola Juan. Tranquilo, los de la Unase ya están en el procedimiento. Ya están enterados y están en contacto con los familiares.

—¿Cuál de los familiares?

—La hija, la menor—. Hizo una pausa con la mirada perdida en el enorme portal de la entrada al salón. —Resultó una estrella, sabes. A ella le llegó la primera llamada luego de una hora del secuestro. Ya estaba advertida sobre qué contestar. Es muy firme e inteligente. 

—Pero es una niña de 22 años.

—No te preocupes, es excelente.

Vaya sorpresa. Siempre la había visto como una hermosa muchacha, una niña consentida, la última de tres hermanos y que estaba empezando una maestría internacional. Pero no estaba lista, creía, como para afrontar un asunto de estos, y menos con la vida de su padre de por medio. Me acordé del otro asunto que me preocupaba y le mostré el celular. Mira esto, Z. dice que Villavicencio ha muerto. El general levantó los ojos del celular y le dirigió una mirada administrativa. 

—Hubo un atentado, parece que está gravemente herido, fue llevado a la Clínica de La Mujer. Estoy confirmando su condición—. El general volvió a marcar un número y levantó la voz. —Confirme la condición del candidato. ¡Sí carajo, dígame si está vivo o muerto!—.

Los ojos se me humedecieron. Las palpitaciones empezaron a crecer, un sudor como una miel salada me cubrió la frente y sentí el latigazo del escalofrío. Regresó a ver a F. B. un hermano de la vida que estaba quieto como una roca, siempre a mi lado. Tenía también los ojos húmedos y perdidos en algún punto de la calle.  

El general L. esperó la respuesta unos segundos sin quitarme la vista de encima. Luego parpadeó, miró a su guardaespaldas y en silencio, como quien salta un charco, bajó las gradas de dos en dos hacia la salida del complejo militar, con el hombre de seguridad pegado a sus talones. Sorprendido grité su nombre, y L. se detuvo en seco.

—General, ¿qué pasó?

El oficial estiró los dedos índice y medio hacia su cuello y lo atravesó con una línea imaginaria, cortando el aire. Ante el gesto gutural, comprendí lo que significaba y me quedé al pie de la grada como un animal agazapado. Se me inundaron los ojos, pero antes de anularme con el llanto F.B. me jaló del brazo gritando ¡vamos! Y ya estábamos en la avenida Almagro buscando un taxi. Freddy me arrastró en la carrera. No solo era uno de mis hermanos de vida, un gran amigo, sino el tipo más solidario que conocía y tesorero de la campaña de Fernando.

Tuvimos suerte con el segundo taxi que pasó vacío a esa hora pico de la tarde. A la Clínica de la Mujer, ordenó F.B., mientras mis dedos anárquicos toqueteaban la pantalla del teléfono. No había más datos sobre el tuit de Zurita. Puta madre, dije en voz alta desde la sombra de  la incredulidad, era imposible, no podía estar muerto, esto no estaba pasando. De pronto Christian se había equivocado, era parte de la campaña electoral para la primera vuelta de las presidenciales, que entraba en su recta final. F.B. pidió, mejor dicho ordenó al taxista que ponga Radio Platinum, el programa de Andrés Carrión, estaban en publicidad. El chofer navegó por el dial: deportes, pastores evangélicos, moledores de discos… Nada.

El taxi aceleró por la avenida Amazonas, extrañamente vacía a esa hora pico. Christian no contesta dijo F.B. desde el asiento de atrás. Empecé a transpirar, sentía el galope de mi corazón. Como siempre hacía con las buenas y malas noticias, marqué el número de mi esposa. Mamita, le dije. Ella sintió el tono alterado. ¿Qué pasó papito? Parece que acaban de matar a Fernando. Me costó decirlo. ¿Qué, qué cosa?  Repetí el mensaje: parece que acaban de matar a Fernando. Lo dije más como una confirmación de una sociedad de palabras tan inesperada como espantosa y que me sonaba a mentira: muerte-Fernando-asesinado. El horror. No puede ser, ay Dios mío, me respondió su voz. Mamita cuídese. Al decirlo me di cuenta de que también podían disparar contra nosotros. Si dispararon contra Fernando, estábamos también en la mira. Cerré la llamada con promesas de tener cuidado y sin dejar que su imaginación vuele y que el pánico me gane, intenté concentrarme en el camino. Fue imposible, la congoja se instaló en mi garganta, sentí un dolor profundo en la boca del estómago y me asomé al abismo. 

En el cruce de las avenidas Amazonas y Naciones Unidas, el taxista frenó en seco. Unas cintas amarillas y tres agentes de tránsito en moto cerraban el paso. Fue la primera señal de que todo esto podía ser cierto. F. B. salió por la puerta de atrás del taxi, la cerró con un golpe y emprendió la carrera por la solitaria avenida hacia el norte. Pagué al chofer e intenté seguir a F. B. y su paso atlético, un esfuerzo inútil. Pasé mis ojos por la parte alta de los edificios en la zona bancaria y estatal, vi las luces de una ambulancia y de varios patrulleros a lo lejos, me entró el miedo. Detuve la carrera frente a más cintas amarillas, que hacían un cuadrante de protección de la puerta principal de la Clínica de la Mujer. Vi a la gente agolpada tras las cintas, contenida por policías armados de fusiles y con uniforme de las fuerzas especiales. Las luces eran de la ambulancia en cuyo costado se leía Criminalística, el carro de la morgue. Al verlo, perdí toda esperanza. 

A Enrique Alcívar, el periodista radial fue al primer colega que reconocí,  transmitiendo desde su celular. Escuché la palabra asesinado, la palabra disparos, la palabra atentado, heridos, y de nuevo la palabra asesinato. Detrás suyo estaba el reportero de Teleamazonas, Fausto Y. Lo regresé a ver y tenía los ojos llenos de lágrimas. Qué hijueputas, me dijo, lo mataron. Mis ojos volvieron a la escena macabra; vi a Carlos Figueroa, estaba detrás de la cinta amarilla y le gritaba a un teléfono. Me acerqué e intenté abrazarlo, pero Carlos se retiró un poco. No supe cómo actuar, decidí unirme a la trasmisión en vivo desde mi portal. La verdad es que no sabía qué hacer, si ponerme la máscara de reportero o ponerme a llorar.

Me dije que el periodismo era primero, tantos años de cubrir el dolor y la descomposición humanas me llevaron a decidir que debía tragarme la pena y empezar a transmitir, pero no supe qué decir, ¿cómo anunciar que habían matado a Fernando sin quebrarme? Miré a Carlos, ya no tenía el teléfono, me acerqué y le pedí unas declaraciones.  Él me miró sin mirarme y se puso frente a la cámara del teléfono y dijo: yo lo vi cuando llegué a la clínica, y entonces me di cuenta que ya estaba muerto, caí de rodillas, hermano y empecé a llorar, cuánto dolor hermano, qué miserables asesinos. Iba a continuar con otra pregunta, pero escuché un grito desde la puerta de la clínica: Licenciado, venga, necesito su testimonio.

Era el general L. Su figura alta destacaba entre las luces intermitentes. Ya era de noche y no me había dado cuenta, levanté la cinta amarilla, caminé entre los policías armados y entré por la puerta de la clínica codeándome con varios uniformados que impedían el paso y controlaban la entrada. F.B. ya estaba adentro, en el recibidor, no se podía ir más allá. Escuché gritos, llanto, murmullos. Una mujer con sangre en la cara estaba recostada en uno de los sillones, entre los brazos de dos hombres que consolaban su llanto y le frotaban la cabeza, vi a varios oficiales de policía, vi al general Patricio Carrillo, candidato a la Asamblea y ex ministro del Interior, sentado en un extremo, sólo y callado con la vista en el piso.

Vi a Zurita, mil años más viejo. Me acerqué y lo abracé, lo mismo hizo F.B., entre los tres juntamos las cabezas y lloramos en silencio en medio de la sala. Alguien llamó a Christian, los gritos no paraban, se separó del abrazo. Me acerqué al general Carrillo, le pregunté cómo estaba, no respondió y el ex comandante de la Policía siguió con la mirada en el piso, vi al diputado Ricardo Vanegas de pie a un lado de la puerta, con terno, corbata, su eterno sombrero y bastón, me pregunté qué hacía ahí, pero no le dije nada, solo una leve inclinación de la cabeza a modo de saludo que él no correspondió. Luego  Carlos Figueroa entró al recibidor de la clínica y se acercó a Zurita, se abrazaron y empezaron a sollozar con las frentes juntas, llanto que empezó tenue y se convirtió en segundos en un aullido de lobos de una manada que había perdido a su líder. Otras dos personas se sumaron al abrazo. Yo nunca había visto ni sentido tanta tristeza. Vi a Paúl M., periodista del diario El Universo, que con una extrema delicadeza puso la mano en el hombro de Christian y le acarició la nuca mientras su amigo y colega convulsionaba de llanto, parado en medio de la sala llena de heridos y policías. 

Me acerqué a la ventana que daba a la calle, alguien  dijo por detrás de mí que tuviera cuidado, que podían dispararnos y también atacar a la clínica porque los sicarios querían asegurarse de que habían matado a Fernando, pensé que eso era improbable. ¿Dónde está Fernando?, pregunté a alguien. Adentro, en la sala de emergencias, me contestaron. Sonó mi teléfono, de una radio, entrevista en vivo, decliné el ofrecimiento. Llamé a mi esposa. Está muerto le dije, y empecé a llorar de nuevo, como un niño frente a su madre. Me sentí desolado, vacío, ni siquiera tenía ira, solo tristeza, una impotencia infinita. Putamadre, nos mataron, a todos, pensé. Corté la llamada luego de escuchar la voz de mi mujer alejarse con las últimas recomendaciones.

Miré hacia la calle y ya no estaba el carro de la morgue, ya se lo llevaron pensé, no supe a qué hora ni por dónde. Busqué a Christian. No estaba. No me di cuenta de que habían pasado casi dos horas. Vi a Antonio L., el gerente de la campaña de Fernando. El abogado estaba con un chaleco antibalas, se acercó y lo abracé. Estaba alterado y hablaba por teléfono, unos desconocidos habían entrado ese momento a su oficina, en el corazón del barrio La Mariscal  y estaban sacando los computadores y documentos, se lo contaba en directo su hijo desde uno de los baños de la casa patrimonial donde se había escondido para que no lo maten. La primera planta de la Clínica se había vaciado y vi que F.B. estaba reunido en la acera de la avenida Amazonas con gente de la campaña. Salí a verlo, quería saber qué pasaba, se iban con el equipo para decidir qué decir y hacer ante esta catástrofe. Intenté regresar al interior de la clínica pero lo impidieron los policías y vi junto a mí a Paúl M. Nos abrazamos y luego sentí un enorme cansancio. ¿Qué vas a hacer?, preguntó Paúl. Irme a casa. Vamos. Empezamos a caminar por la avenida hacia el Sur.

No había un solo carro y menos transeúntes. Pasó una moto y nos detuvimos, había miedo y decidimos pedir ayuda. Llamé a un amigo, J. Él dijo que estaba un poco mal de salud pero que iría de inmediato a recogernos en la esquina del CCI a unos quinientos metros de distancia. Hacia allá caminamos mirando por todas las esquinas, no había un alma. Llegamos al punto acordado, y ahí estaba J. en su Toyota Land Crusier, nos hizo luces y  subimos. Fuimos primero a dejar a Paúl a su casa por la ciudad vacía en un sector del centro occidente, luego pedí a J. que me dejara en el Círculo Militar donde estaría otro amigo para que me baje al Valle de Los Chillos, en el lado suroriental; no quería tomar un taxi. Llegué al Círculo y estaba vacío. Llamé a Luis C., otro amigo para saber qué pasó. ¿Dónde estás?, me preguntó. En el Círculo. No te muevas, yo estoy en la casa pero te voy a ver de inmediato y te llevo al valle. Luis llegó en diez minutos y subí al Fiat rojo que me esperaba en plena calzada. Nos abrazamos, Luis estaba descompuesto. Dijo la palabra que había escuchado decenas de veces en esas horas: hijos de puta. Insultos, abrazos y lágrimas, y cientos de palabras dichas sin ton ni son, esa había sido la tónica. Llamé de nuevo a mi esposa y le mandé un mensaje tranquilizador: estoy en camino, sí, me lleva Luis, sí, no te preocupes, sí, cuídate también, también te amo.

Luis me dejó en la casa y mi esposa A. me recibió en la vereda. También tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Nos abrazamos sin miedo. Luis se despidió con las luces del auto y emprendió el regreso. Cuídate hermano, le grité, desde mi corazón ajado pero agradecido. Mientras caminaban por el garaje ella contó que estaba en un café, despidiendo a una prima que se iba a vivir a Estados Unidos. Ojalá pudiéramos irnos con ella, le dije. Entramos a la casa y me abrazó de nuevo en medio de la cocina y lloramos por unos segundos más. Ella se apartó despacio y me secó las lágrimas con una servilleta. Pero no me calmé, me senté en la mesa de la cocina y sentí como un ahogamiento, mientras ella preparaba un café y calentaba un tamal lojano. Sabía que eso me calmaría un poco, pero cuando me vio con la mirada perdida hacia el patio comprendió que esa calma sería corta y la ira larga.

Le conté todo lo que había visto en esas horas y cuando nos dio la medianoche el cansancio emocional nos pasó la factura. Estaba muy agotado y atribuí mi decaimiento a la carrera de medio fondo que hice con F.B. para llegar hasta la clínica. Dudé en contar a mi esposa todo lo que había visto porque repetirlo era demasiado doloroso, pero ella tenía derecho a saber todo de mi boca, porque así había sido siempre en nuestro matrimonio: yo era el tipo que llegaba con los cuentos de la calle, en este caso el más terrible. Le hablé de un Christian ensimismado, un grupo  de amigos y compañeros desamparados sin alcanzar a comprender el alcance ni la profundidad de la deflagración y un cuerpo, el cuerpo de Fernando tirado sobre la mesa metálica de la morgue.

Le conté que Christian acompañó a su amigo en el camino hacia la autopsia. De la clínica, la ambulancia de la morgue llevó al cuerpo hasta el edificio de medicina legal de la Policía, en el tramo final de la avenida Mariana de Jesús, cruzando con la avenida Occidental. Esto no lo vi, pero me contaron y yo le conté a mi mujer que cuando las puertas traseras del furgón siniestro se abrieron, los paramédicos tomaron la camilla que llevaba el bulto cubierto por sábanas celestes y un trapo blanco manchado de sangre que le cubría la frente y los ojos. Salvo por ese detalle, parecía un herido. Con destreza profesional, es decir sin emitir comentario alguno ni señal que los humanice ni que diera cuenta de la importancia histórica de ese momento, los funcionarios lo depositaron con cuidado sobre la cama de acero gris y brillante, pulida por la sangre miles y miles de cuerpos que antecedieron al de nuestro amigo y compañero de cuatro décadas.  Le conté todo eso y luego me dormí.

Después tuve acceso al informe policíaco, el primero que se hizo luego del crimen. Decía que entre las 18:15 del 9 de agosto y las 02:30 del 10 de agosto, día de la patria, tres mayores de la Policía, tres capitanes, cinco tenientes, tres subtenientes, cuatro sargentos y tres cabos recogieron los indicios y realizaron la inspección técnica ocular de lugar del asesinato y otros sitios relacionados del que denominaron Evento 64899. Se fijaron e inspeccionaron ocho escenarios del crimen, cuatro en la Jipijapa, donde está el coliseo del colegio Ánderson, en cuya puerta de entrada Fernando recibió los disparos, la clínica de la Mujer, donde llegó el cadáver. Hicieron más de cien fotografías de calles, cafeterías, farmacias, hospitales, edificios, departamentos, rastrillos policiales, motos… La onda expansiva de un asesinato. 

Y del cuerpo: cubierto por una sábana blanca y sobre otra color magenta, la cabeza con leve rotación a la derecha, en sentido occidente, sobre una camilla, cubierta totalmente por una gasa, a modo de turbante, ambos brazos sobre el estómago, las piernas estiradas,  el pie derecho levemente orientado hacia afuera. La boca semi abierta con los labios pálidos, los párpados cerrados, morados, como si los hubieran golpeado. El proyectil, porque fue solo uno, penetró por un lado de su cabeza por la región frontal, sector tercio medio, unos centímetros por encima de la sien.

La herida estaba abierta, un orificio de cinco centímetros de largo y dos de ancho, con un agujero en el centro. Y del otro lado, casi en el centro superior del cráneo, estaba el orificio de salida de la bala. Un cráter de 4 cm por 2,5 cm por donde salió el proyectil que le atravesó la cabeza. Tenía el arco de los ojos semicerrados, amoratados, el rostro desencajado.  Luego vi la foto del cuerpo, pudorosamente cubierto por unos boxers grises de media pierna, mojados en su parte central, flotando sobre su propia sangre. A su lado la ropa que le fue retirada, un chaleco impermeable azul oscuro, una camisa azul, unos pantalones caqui manchados de sangre y empapados, zapatos casuales color negro con plantilla café, medias negras… y sus lentes de marco fijo color café, con las lunas salpicadas de un material color rojo. Su sangre.

El jueves 10 de agosto era fiesta patria. Lo primero que hice al despertar a las cinco de la mañana fue recordar eso y una frase del himno nacional: “Dios miró y aceptó el holocausto y esa sangre fue el germen fecundo”. La memoria del corazón suele tener esas coincidencias. De inmediato pensé en Christian, lo llamé luego del amanecer pero no contestó. Me preparé para subir a Quito, sería un día largo, muy largo. No sabíamos nada del cuerpo, y por los mensajes de los chats de la red de amigos nos fuimos enterando que la esposa, de quien Fernando se había separado, estaba en Estados Unidos intentando volver a Quito.

Los noticieros se ahogaban en opiniones y datos y la repetición incesante de lo ocurrido, sobre todo el último video corto donde se ve y oye cómo asesinan a Fernando, una y otra vez. Pensé en su familia mirando miles de veces la muerte de su ser amado. Vendrían semanas y semanas de esa imagen dolorosa y de palabrería. Vi con atención en las redes sociales que se iba posicionado una percepción: que Correa, el expresidente y perseguidor de Villavicencio, tenía que ver con el asesinato. Correa asesino fue la etiqueta que se viralizó de inmediato. Estábamos en plena campaña electoral, a pocos días del primer debate presidencial y los políticos empezaron a hacer sus cálculos y ver sus conveniencias.  Lo único que pensaba en ese momento era en Fernando, en qué pasaba con su cuerpo.

Desde muy temprano empecé a atender entrevistas de colegas que pedían mi reacción por lo ocurrido, colegas de Ecuador, América Latina y Europa. ¿Qué les podía decir? Nada, solamente repetir una y otra vez los hechos trágicos, expresar la indignación, incredulidad y rabia por este asesinato. Entre las decenas de llamadas entró la de una amiga para contarnos que el cuerpo estaría en una funeraria al norte de Quito, la que quedaba junto a la avenida Río Coca, a pocos pasos de la avenida Eloy Alfaro.

Fue un aviso secreto y dirigido a pocas personas, por seguridad; la Policía había disparado los niveles de riesgo de los colegas, familiares y amigos de Fernando. Sería un velorio cerrado, en el que solo entrarían los que constaban en una lista que no se sabe quién había elaborado. Con A. nos vestimos de negro estricto y en el proceso nos abrazó mi hija menor y la mayor nos llamó telefónicamente desde donde vivía, para darme el pésame. ¿El pésame? Entonces me di cuenta que también nosotros éramos deudos, que haber sido amigo y compañero de tantos años de Fernando nos había vuelto más que hermanos. Volví a llorar sin vergüenza abrazado de mi hija, era demasiado. En ese abrazo me di cuenta de que habían matado a Fernando y nosotros, que fuimos pata de la misma mesa, estábamos rotos para siempre.