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Hay crímenes de Estado que se ejecutan con delicadeza de navaja suiza. Otros, con la sutileza de elefante en cristalería. El asesinato del General Jorge Gabela pertenece a esta segunda clase, con el agravante de que este elefante, tras destrozar la cristalería, procedió a reorganizar los fragmentos para convencernos de que en realidad nunca hubo cristal roto alguno. Solo un asalto. Un vulgar, trágico y desafortunado asalto.
Corría el año 2010, y el General Gabela cometió un error imperdonable: tuvo razón. Peor aún: la tuvo anticipadamente, en voz alta, con documentos y ante el Presidente de la República. ¿Su pecado? Advertir que siete helicópteros Dhruv que Ecuador estaba por adquirir de la compañía india Hindustan Aeronautics Limited (HAL) eran, en términos técnicos, una excelente forma de convertir 45,2 millones de dólares en chatarra voladora. O más precisamente, en chatarra que volaría brevemente por los cielos antes de estrellarse y matar a todos sus tripulantes.
La historia le daría la razón de la manera más cruel posible: cuatro de siete Dhruvs se estrellaron por fallas mecánicas entre 2009 y 2015, con saldo de vidas perdidas. Pero para entonces, el General Gabela llevaba ya varios años bajo tierra, incapaz de decir: “¡se los dije!”.
Cómo deshacerse de un incómodo
Gabela advirtió sobre las fallas de los helicópteros Dhruv. Declaró desiertos no uno, sino tres procesos de compra consecutivos. Y fue mucho más allá en su insistencia: el 01 de abril de 2008, en su calidad de Comandante General de la Fuerza Aérea, presentó personalmente a Rafael Correa, entonces Presidente de la República—hoy prófugo de la justicia por corrupción—, un expediente que daba cuenta de las deficiencias técnicas de los helicópteros. Uno imagina la escena: un general terco interrumpiendo con criterios técnicos lo que quizá ya había sido decidido en las altas esferas del Estado ecuatoriano.
Gabela le dijo a Correa lo mismo que advirtió tiempo después ya no ante sus superiores, sino ante alguien peor: los medios de comunicación. Ante ellos, Gabela dijo: “[Esos helicópteros] tienen muchos problemas. De motor. De rotor. En la India no pueden volar con autoridades. La web de su Aviación Civil señala que el Dhruv en la altura es inservible”, como recoge una nota de Diario El Universo fechada el 29 de octubre de 2009.
Nueve días después de esa reunión, el 10 de abril de 2008, Gabela le presentó su disponibilidad para dejar el cargo, lo que es bastante elocuente sobre cómo le fue en esa cita con el entonces presidente. Ese mismo día asumió el General Rodrigo Bohórquez Flores, quien demostró una admirable celeridad al reabrir poco tiempo después el proceso de compra que su antecesor había obstaculizado con sus molestosos tecnicismos. También ese mismo día, Javier Ponce fue designado Ministro de Defensa.
El 5 de agosto de 2008, mediante contrato Nro. 2008-d-006, se materializó dicha compra por un monto de 45,2 millones de dólares. Los helicópteros llegaron con componentes más viejos que lo estipulado (que a nadie pareció importarle), bajo un convenio de recepción anticipada avalado por el Ministro Ponce y el General Alonso Espinosa Romero.
Y cuando el primer Dhruv se estrelló en octubre de 2009, matando a sus tripulantes, la credibilidad del General Gabela aumentó proporcionalmente a la altitud perdida por el helicóptero. Y aquello convirtió a Gabela en un problema que había que resolver.

“Caída del primer helicóptero en la ceremonia de aniversario de la FAE, en el antiguo aeropuerto Mariscal Sucre, de Quito” (Revista Plan V, 17 de julio de 2023)
La persecución como política de Estado
El 30 de noviembre de 2009, un mes después de la caída del primer Dhruv, el General Alonso Espinosa Romero, entonces director del Comando de Operaciones Aéreas y Defensa (COAD), firmó el memorando 200902121-EF-O, cuya discreción administrativa apenas disimulaba su verdadera naturaleza: ordenó ser notificado personal e inmediatamente cada vez que Gabela ingresara a cualquier instalación de la FAE. En retrospectiva, ese memorando fue la primera señal inequívoca de que Gabela había dejado de ser un problema aburridamente técnico para convertirse en un problema que demandaba soluciones quizá más… definitivas.
Tres meses después, el 3 de febrero de 2010, convocados a comparecer sobre la compra de los Dhruv ante la Comisión de Fiscalización, el General Bohórquez protagonizó una escena que habría resultado más propia de un callejón oscuro que de los pasillos de la Asamblea Nacional. Se acercó a Gabela y, como él mismo denunció, le profirió la siguiente advertencia: “Ya vas a ver lo que te pasa…”. Una frase que posee esa cualidad lacónica que solo alcanzan las amenazas bien destiladas: breve, directa, completamente desprovista de ambigüedad. No es una especulación, ni una preocupación por su seguridad: es una promesa.
Ese mismo año, el coronel de Inteligencia Roberto Vargas Sierra, subordinado del General Espinosa, efectuó una llamada telefónica a Gabela que tuvo la precaución —o la imprudencia— de grabar. Y en esa conversación quedó registrada una de esas declaraciones que adquieren, con el paso del tiempo y el peso de los acontecimientos, la cualidad sombría de una profecía autocumplida:
“Yo sé de la disposición que hay de parte del general Espinosa, sí, para que me estén siguiendo, entonces verás… Si algo me pasa a mí, si me asalta un choro, cualquier situación, los culpables son ustedes; ustedes son los culpables de lo que me pueda pasar a mí, sí, o a mis hijos, así me choque alguien, cualquier cosa.”
Gabela no hablaba con la paranoia del perseguido imaginario. Hablaba con la lucidez del perseguido real que conoce los términos exactos de su situación. Y lo que resulta más revelador aún: Gabela ya intuía cuál sería la coartada. Un asalto. Un accidente.
En esta grabación, el coronel Vargas optó por esa forma de confirmación que solo puede ofrecer el silencio: jamás negó la existencia de la ilegal orden de seguimiento. Al contrario, sus respuestas asentían reiterativamente: “Sí, mi general”. Por ejemplo:
GABELA: Y le conocen cómo es el general Espinosa y él extendió una orden ilegal [para hacerme seguimiento], y tú tienes que cumplir, entonces protégete, que te dé por escrito, ¿ok?
VARGAS: Sí, mi general, le agradezco su comentario.
Y esta grabación —que contenía tanto la advertencia premonitoria de la víctima, como la confesión tácita del ilegal seguimiento que se le hacía— curiosamente no fue judicializada dentro del proceso. Uno no puede sino detenerse a admirar la sofisticación del sistema judicial ecuatoriano para desechar exactamente aquellas evidencias que, por sí mismas, podrían traer algo de verdad y justicia a las víctimas.
“Vea, no empecemos con esas cosas, señora”
La madrugada del 19 de diciembre de 2010, un disparo en un pasillo de su casa en Samborondón selló el destino del General Gabela. Falleció diez días después. El Presidente de la República, con admirable celeridad, anunció de inmediato que el móvil fue un asalto.
Y así se lo hizo saber personalmente a Patricia Ochoa, viuda del General Gabela, en una conversación que ella —con la desconfianza de quien intuye que la historia oficial puede no terminar coincidiendo con la verdad— tuvo el acierto de grabar:
Patricia Ochoa: Señor presidente, ¿cómo está usted?
Rafael Correa: Muy consternado con la noticia. Primero, el asalto, la herida y la muerte del comandante Gabela. Créame que una muerte así…
Patricia Ochoa: Bueno, señor presidente, disculpe: creo que usted está mal informado porque ¿asalto? No se llevaron nada. Yo creo que a usted lo tienen mal informado, señor presidente.
Rafael Correa: Vea, no empecemos con esas cosas, señora…
Hay en ese “Vea, no empecemos con esas cosas, señora” toda la filosofía de su gobierno condensada en siete palabras. La viuda se permite el atrevimiento de señalar que en el supuesto asalto no sustrajeron objeto alguno, y la respuesta presidencial es, al parecer, una invitación cortés pero firme a no complicar una narrativa ya establecida con detalles por demás inconvenientes.
Uno se pregunta cómo el Presidente de la República llegó a esa instantánea predeterminación forense. Quizá los economistas poseen dones que escapan al entendimiento de los simples mortales que solo tienen a su disposición este anticuado artefacto: el sentido común. O quizá —y esta es una hipótesis que la malicia nos obligaría a considerar— la conclusión precedió a la investigación, lo cual tiene la ventaja de cierta eficiencia gubernativa.
Liberación, muerte y resurrección de alias “Francis”: el autor material clave
Pero hubo un problema: testimonios señalaban al sicario alias “Francis” (cuyo nombre era —o más precisamente, era y no era— Derly David Salazar Vargas) como el principal autor material, quien supuestamente habría recibido pagos de un General de las Fuerzas Armadas. Así lo afirmó Jaime Dennis Arias Tomalá, alias “Cojo”, quien también habría participado en la logística del asesinato. El vídeo de esta confesión, que fue obtenida como parte del proceso de la investigación del crimen, se perdió: los CDs que la almacenaban fueron aparentemente quemados el 21 de septiembre del año 2018.
Alias “Francis” fue detenido en febrero de 2011. El fiscal Washington René Astudillo Orellana solicitó formalmente que no lo trasladaran a prisión para poder investigar su vinculación con el caso Gabela.
Luego nunca tomó su declaración.
Y después lo liberó.
¿Por qué lo liberó? Richard Párraga Anchundia, quien compartía celda con alias “Francis” en la Penitenciaria de Guayaquil, confirmó que ambos estuvieron detenidos juntos, que los vincularon con el caso Gabela, que cuatro días después fueron puestos en libertad, y que alias “Francis” le manifestó haber pagado $20.000 dólares al fiscal René Astudillo Orellana.
El 05 de abril de 2023, mediante oficio SRI-2023-0070-OF, el Servicio de Rentas Internas remitió un informe donde se identifica un depósito en efectivo realizado por el contribuyente Washington René Astudillo Orellana en su cuenta corriente 25XXX68 del banco de Guayaquil, por la suma de 20 mil dólares en efectivo, cantidad que habría sido retirada el mismo día de su cuenta de ahorros 17XXXX4-7. A esa fecha, la investigación del caso Gabela se encontraba aún en instrucción fiscal.
La misma suma. La misma cantidad exacta que Párraga alega que Francis había pagado por su libertad.
Llama la atención —o debería llamarla, en un país donde se ejerciera el acto subversivo de conectar una cosa con otra— que dicho depósito se realizó en fecha posterior a la liberación de los detenidos Párraga y “Francis”. Es decir: primero los liberaron, luego apareció el dinero. Lo cual constituiría, diríase, una definición casi ejemplar de quid pro quo.
Esta liberación consta en el oficio Nro. 860-FGE-FPS del 18 de febrero de 2011, mediante el cual el fiscal Astudillo había solicitado formalmente al Jefe de la Policía Judicial que “Francis” y Párraga “NO sean ingresados al Centro de Rehabilitación Social” porque la Fiscalía estaba realizando investigaciones relacionadas con el asesinato del General Gabela y requería “tomarles sus versiones libres y voluntarias”.

Sin embargo, dentro de la instrucción fiscal Nro. 015-2011 no se encontró la versión libre y voluntaria de Derly David Salazar Vargas, ni de Richard José Párraga Anchundia. Tampoco se halló registro alguno de investigación que explicara los motivos por los cuales estas personas tenían presunta vinculación con la muerte del General Gabela.
Es decir: el fiscal pidió no enviarlos a prisión para interrogarlos sobre el caso Gabela. No los interrogó. Los liberó. Y semanas después depositó $20.000 dólares en su cuenta bancaria.
Uno podría pensar que esto constituye, en el lenguaje del derecho penal, lo que se conoce como “indicios”. O en el lenguaje popular, “evidencia”. O en el lenguaje más llano posible, “potencial soborno con recibo bancario”.
Pero este fiscal, Washington René Astudillo Orellana, no fue investigado ni procesado por estos hechos. Al contrario: es ahora nada menos que Fiscal Provincial del Guayas (e). Un ascenso que habla bastante bien de su capacidad para navegar las sucias y turbulentas aguas de la justicia guayasense.
Y como si el currículum del fiscal Astudillo necesitara más matices, La Fuente tuvo acceso a un parte de detención de la Jefatura Provincial Antinarcóticos de Pichincha, con fecha del 14 de febrero de 2000, donde aparece involucrado un individuo identificado como Washington René Astudillo Orellana —nombre que coincide exactamente con el del fiscal—, en un caso complejo de presunto tráfico internacional de cocaína con destino a Milán, Italia, a través del reclutamiento de “mulas”.

Esta causa judicial puede ser verificada en el Consejo de la Judicatura bajo el número de proceso 1724320010041.
Lo cierto es que la existencia de este documento plantea una interrogante razonable: ¿fue este antecedente verificado y aclarado durante los procesos de evaluación para cargos fiscales que, uno pensaría, demandan probidad pública y notoria? Tratándose de un nombre poco común y de una coincidencia onomástica completa, uno esperaría que las autoridades competentes hubieran realizado —o al menos públicamente documentado haber realizado— las diligencias necesarias para descartar cualquier identidad compartida entre el detenido de aquel expediente del año 2000 y el funcionario que años después llegaría a dirigir la Fiscalía Provincial del Guayas. La ausencia de clarificación pública sobre este punto no prueba identidad, pero sí sugiere una laguna en los protocolos de debida diligencia para cargos de semejante responsabilidad.

“Aprovechando de su profesión de abogado, ASTUDILLO ORELLANA WASHINGTON RENÉ, en su oficina jurídica ubicada en la calle Rumichaca y Colón de la ciudad de Guayaquil…”
Pero volvamos al asunto: ¿qué ocurrió con Derly David Salazar Vargas, alias “Francis”, quien presuntamente apretó el gatillo contra el General Gabela, pagó $20.000 por su libertad, y luego se esfumó de la narrativa oficial?
Tanto alias “Cojo” como Párraga mencionaron que alias “Francis” habría sido asesinado en 2012 en la ciudadela Sauces 6, ciudad de Guayaquil. Un final conveniente para alguien cuyo testimonio podría haber complicado demasiadas cosas.
Sin embargo, un peritaje de 2023 descubrió algo verdaderamente notable: Derly David Salazar Vargas, quien se suponía que estaba muerto, sufragó en las elecciones del 11 de abril del 2021. Por tanto, para los registros oficiales del Consejo Nacional Electoral, alias “Francis” estaría vivo.
No solo eso: huellas dactilares confirmaron que Derly David Salazar Vargas tenía, al parecer, otra identidad: Francisco Israel Cruz Vargas, quien aparece en el Libro de Defunciones del Registro Civil como fallecido en la parroquia Tarqui, ciudad de Guayaquil.

Reconstrucción del Informe Final (Roberto Meza, 11 de julio de 2023, p. 24)
Resurrección o identidad duplicada, el resultado es el mismo: el presunto autor material del asesinato del General Gabela fue dado por muerto en 2012, permitiendo cerrar convenientemente ese hilo suelto de la investigación, mientras en realidad seguía vivo bajo otro nombre, sufragando democráticamente y disfrutando de las libertades que, según Párraga, el fiscal René Astudillo le habría facilitado por la módica suma de $20.000 dólares.
El peritaje que se esfumó en el aire
Aquí es donde la trama del caso Gabela alcanza niveles artísticos verdaderamente avant-garde, dignos de los mejores cuentos de Pablo Palacio.
El 10 de abril de 2013, el Estado ecuatoriano contrató al perito internacional Roberto Carlos Meza Niella para elaborar un examen pericial sobre el crimen. El contrato estipulaba la entrega de tres productos escalonados, cada uno condicionado a las conclusiones del anterior. El Primer Producto detallaba el plan de trabajo. El Segundo Producto determinaría el móvil del asesinato. Y el Tercer Producto debía identificar a los presuntos autores intelectuales del crimen, pero solo si se cumplía una condición específica establecida en ese mismo contrato:
“Ejecutada que ha sido la primera etapa y confirmada de manera objetiva y aprobada por el administrador del contrato, que el acto criminal dice relación con un acto ajeno a la delincuencia común, sino más bien encuentra méritos en hechos relacionados con la actividad laboral del General Jorge Gabela Bueno, se emitirá un informe motivado y sustentado con recaudos probatorios, que permita determinar a los presuntos autores intelectuales del móvil del crimen”.
Léase con atención: el Tercer Producto solo se elaboraría —y por tanto solo se pagaría— si el perito determinaba que el móvil no fue delincuencia común. Esta cláusula contractual se convertiría, con el paso del tiempo, en la pieza más incriminatoria de este grotesco rompecabezas.
El 8 de julio de 2013, Meza entregó formalmente su Tercer Producto. Fue recibido, registrado en actas y debidamente pagado por el Ministerio de Justicia. El 4 de febrero de 2015, casi dos años después, la entonces Ministra de Justicia Ledy Zúñiga (hoy asambleísta por el correísmo) presentó públicamente lo que denominó el “Informe final” del perito Meza. ¿Qué decían las conclusiones que presentó Zúñiga? Que el móvil del crimen fue el robo, descartándose categóricamente cualquier otra posibilidad.
Sin embargo, esas conclusiones tienen unos pequeñísimos inconvenientes. Para empezar, el documento carecía de las firmas y sumillas del perito Meza. No es que las firmas estuvieran mal puestas o fueran ilegibles. Simplemente no existían: el informe era apócrifo.
Cuando el perito Meza fue finalmente consultado sobre estas conclusiones que supuestamente él había alcanzado, su respuesta tuvo la contundencia de quien se encuentra ante una impostura demasiado burda como para merecer eufemismos. Declaró públicamente que las conclusiones presentadas por la Ministra Zúñiga eran “completamente diferentes a las que nosotros llegamos” y que el documento era “algo completamente montado”.
Mientras tanto, el informe original —ese Tercer Producto que había sido entregado, recibido y pagado— se esfumó con la misma facilidad con que se desvanecieron los sueños de ver volar un Dhruv sin contratiempos.
En 2018, un examen especial de la Contraloría General del Estado confirmó lo que a estas alturas resultaba ya obscenamente evidente: sí, el Estado había pagado la totalidad del contrato; no, el producto final no aparecía en ningún archivo oficial.
Jéssica Jaramillo, excoordinadora jurídica del Ministerio de Justicia, fue notificada por la Contraloría con una predeterminación de responsabilidad civil por haber incurrido en lo que podríamos denominar un delito contra la lógica: “haber pagado por un producto que no existe”. La acusación posee cierta ironía: Jaramillo no hizo desaparecer el informe; simplemente tuvo la imprudencia de pagar por él, dejando así constancia de su existencia. El 15 de junio de 2018, Jaramillo acudió voluntariamente a rendir testimonio ante la Fiscalía General del Estado, donde afirmó que ese tercer informe “sí existió y ella personalmente firmó el acta de entrega-recepción.
Cuatro días después, el 19 de junio de 2018, el mismo perito Meza fue convocado por la Fiscalía para rendir versión sobre su trabajo del año 2013. En esa comparecencia, Meza declaró desconocer el “Informe Final” presentado por la Ministra Zúñiga, confirmó que carecía de sus sumillas y firmas de responsabilidad, y ratificó que las conclusiones allí consignadas no coincidían en absoluto con las que él había alcanzado en su informe original.
La verdad reconstruida (y lo que revela)
El 11 de julio de 2023, tras una orden de la Corte Constitucional, el perito Meza reconstruyó el Tercer Producto. Y vaya sorpresa: sus conclusiones eran bastante distintas a las que la Ministra Ledy Zúñiga había presentado.
El Tercer Producto reconstruido establece, con la frialdad que caracteriza a los documentos técnicos cuando señalan lo que a estas alturas resulta insoportablemente obvio, que:
“Existen suficientes indicios para ubicar al General Bohórquez y al General Espinosa con motivaciones personales y económicas claras que permiten vincularlos directamente con el móvil y como posibles autores intelectuales del crimen del General Jorge Gabela Bueno.”
“La muerte del General Gabela terminaría con las denuncias públicas acerca de la idoneidad técnica de los helicópteros Dhruv.”
Pero quizá la verdadera perla se encuentra en la siguiente conclusión, redactada con esa elegancia forense que hace que una bomba de implicaciones políticas, legales y morales suenen como simples comunicados de prensa:
“Respecto a la relación de mandos dentro de las instituciones, el entonces Presidente de la República, Economista Rafael Correa Delgado, los Ministros de Defensa Wellington Sandoval y Javier Ponce, los miembros de la Junta de Defensa Nacional y los miembros de la FAE, conocían la falta de idoneidad técnica de los helicópteros Dhruv.”
Léase bien: conocían. No “quizá sabían”, no “es posible que se enteraran”, no “tal vez alguien les comentó en un pasillo”. Conocían. El expresidente prófugo, que salió a declarar inmediatamente que el asesinato fue el resultado de un asalto, conocía las denuncias de Gabela sobre la falta de idoneidad técnica de los Dhruv. Los ministros conocían. La Junta de Defensa Nacional lo conocía.
Y, en la punta del pastel pericial, esta última conclusión:
“Existió por parte de agentes de la FAE un sistematizado seguimiento al General Gabela desde el año 2008 hasta meses antes de su muerte e inclusive una amenaza evidenciada en la Asamblea Nacional.”
Pensar a martillazos: la confesión involuntaria del Estado
Lo verdaderamente exquisito del caso Gabela —y aquí “exquisito” debe entenderse en su acepción más perversa— es que la mera existencia de un “Tercer Producto reconstruido” constituye una confesión más elocuente que cualquier testimonio bajo juramento. Porque si hubo necesidad de reconstruirlo, entonces alguien lo hizo desaparecer. Y si alguien se tomó ese trabajo —incurriendo en un delito adicional cuyo único propósito era encubrir el original—, es porque sus conclusiones justificaban riesgos extraordinarios.
Vamos a pensar a martillazos. El contrato con el perito Meza estipulaba que el Tercer Producto —aquel que identificaría a los autores intelectuales— solo se elaboraría si el Segundo Producto determinaba que el móvil no fue delincuencia común. Es decir: ese tercer informe solo existiría, y por tanto solo se pagaría, si el perito concluía que aquello no fue un vulgar asalto. El Estado ecuatoriano pagó la totalidad del contrato, incluyendo ese Tercer Producto. Luego, el mismo Estado presentó conclusiones falsas —atribuidas fraudulentamente al perito— que afirmaban que el móvil fue delincuencia común. Y finalmente, ese Tercer Producto desapareció misteriosamente de todos los archivos oficiales.
El nivel de absurdo es casi conmovedor. Porque al pagar por el Tercer Producto, el Estado admitió implícitamente que el móvil no fue un asalto. Al falsificar las conclusiones para decir lo contrario, se contradijo. Y al hacer desaparecer el original, confesó que tenía algo que ocultar. La desaparición misma del informe es la prueba de su propio contenido. Una confesión por ocultamiento. La evidencia negativa más positiva de la historia jurídica ecuatoriana.
Pero la verdadera elegancia de esta operación de encubrimiento radica precisamente en su perseverante ausencia de elegancia: cuando en 2023 el perito Meza reconstruye el documento que él ya había entregado una década antes —y cuya existencia Jéssica Jaramillo había certificado con su firma en el acta de entrega-recepción—, resulta que ese informe perdido, ese documento que alguien consideró necesario borrar de la realidad oficial, contenía exactamente el tipo de conclusiones que justifican semejante esfuerzo de ocultamiento.
El informe reconstruido señala como posibles autores intelectuales a dos generales de la Fuerza Aérea Ecuatoriana. Confirma la existencia de una persecución estatal sistemática contra Gabela. Establece que el entonces Presidente de la República y todo el alto mando militar y político conocían tanto las deficiencias técnicas de los helicópteros Dhruv como las denuncias públicas que Gabela venía formulando. Y concluye que el móvil del asesinato fue silenciar esas denuncias.
Todo lo cual, naturalmente, explica por qué resultó tan urgente hacer desaparecer el original y sustituirlo con un texto apócrifo que concluía, con admirable síntesis burocrática, que fue un robo y punto, “descartándose cualquier otra posibilidad”. El falseo de las conclusiones del perito no fue un acto de encubrimiento: fue, paradójicamente, un acto de revelación. Con este, el Estado ecuatoriano admitió involuntariamente —mediante esa forma de confesión que solo puede emerger del acto mismo de intentar ocultar— que había utilizado su aparataje institucional para cometer y encubrir el asesinato del General Gabela.
Disponemos, pues, de los pormenores suficientes para comprender toda la secuencia de hechos con abundante claridad: un general advierte sobre una compra irregular de helicópteros; es forzado a salir de su cargo; la compra se concreta de inmediato bajo su sucesor; los helicópteros se estrellan confirmando sus advertencias; el general es seguido ilegal y sistemáticamente; es amenazado públicamente en la Asamblea Nacional; es asesinado en su domicilio; el Presidente de la República —que conocía sus denuncias— sale a declarar antes que los peritos forenses que el móvil fue un asalto; se contrata a un perito internacional cuyo tercer informe contractualmente solo existirían si el móvil no fue delincuencia común; el Estado paga por ese tercer informe; el perito determina que fue un crimen por encargo con autores intelectuales identificables; su informe desaparece de los archivos oficiales; se presentan conclusiones falsas atribuidas fraudulentamente al perito; el perito las desconoce públicamente; una década después se reconstruye el informe; dice exactamente lo que el gobierno no quería que dijera; y nadie es procesado.
Si uno tuviera que diseñar desde cero un crimen de Estado que fuera simultáneamente atroz e incompetente, brutal en su ejecución pero grotesco en su encubrimiento, efectivo en eliminar al testigo molesto pero torpe en borrar las huellas, sería difícil superar el caso Gabela.
Se trata, muy probablemente, del crimen de Estado más evidente de la historia reciente del Ecuador. Tan evidente que su torpeza da vergüenza ajena. Tan impune que nuestra indiferencia colectiva da vergüenza propia. Tan exhaustivamente documentado que insulta la inteligencia de cualquiera que se moleste en leer el expediente. Tan descarado en su ejecución y encubrimiento que uno no sabe si admirar la audacia o lamentar la degradación institucional que permite semejante impunidad.
Mientras tanto, Patricia Ochoa sigue esperando verdad y justicia, esas abstracciones que en Ecuador funcionan más como conceptos filosóficos que como realidades jurídicas. Los helicópteros Dhruv que no tuvieron la oportunidad de estrellarse permanecen embodegados desde 2015 en algún hangar de la Fuerza Aérea, convertidos en el monumento involuntario a la razón póstuma de su esposo. Y alguien, en algún despacho, conserva el conocimiento de qué ocurrió con ese informe que nunca se debió “perder”. O con más precisión: que nunca debieron hacer desaparecer. O con aún más precisión: que nunca debieron falsificar, porque si sus conclusiones hubieran coincidido con la narrativa deseada, no habría existido motivo para ocultarlo.
Conviene establecer tres máximas que contienen más verdad sobre el Estado ecuatoriano que cualquier tratado de ciencia política. Primera: lo que se pierde en archivos oficiales rara vez se pierde por accidente, especialmente cuando costó decenas de miles de dólares y cuya recepción quedó certificada en actas. Segunda: lo que se falsea jamás se falsea por error, sino por necesidad de sustituir una verdad que acarrearía consecuencias penales, políticas y morales. Y tercera: lo que se encubre con esmero institucional nunca carece de importancia, porque el esfuerzo mismo del encubrimiento revela la magnitud de lo ocultado.
Estas máximas, elementales para quien conserve intactas sus facultades de razonamiento, bastan para comprender no solo el caso Gabela sino toda una metodología de impunidad perfeccionada hasta convertirse en práctica institucional.
Si algo nos enseña este caso es que en el Ecuador contemporáneo es perfectamente posible asesinar a un general que cometió el grave error de tener razón anticipadamente, falsear un peritaje internacional sin pudor alguno, engañar a un país entero sobre la naturaleza de un crimen de Estado, y continuar adelante con la existencia como si nada particularmente notable hubiera ocurrido.
Solo hace falta repetir, una y otra vez, como mantra: “Vea, no empecemos con esas cosas, señora”.



