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DESDICHADA LA TIERRA QUE NECESITA UN HÉROE



DESDICHADA LA TIERRA QUE NECESITA UN HÉROE

Arturo Torres9 agosto, 202417min
Arturo Torres9 agosto, 202417min
PORTADAS TESTIMONIOS ESPECIAL (1)
En vano he tratado de no revivir ese día desolador.  Caía la tarde. Ese miércoles nueve de agosto estábamos con mi esposa María Belén y mi hija en una cafetería, en el centro norte de Quito. Repentinamente, un mensaje de un buen amigo que recibí en mi celular me sobrecogió: “Le dispararon a Fernando, le dispararon a Fernando Villavicencio”.

Incrédulos y desconcertados, empezamos a llamar a otros amigos, la mayoría periodistas, algunos cercanos también a Fernando, tratando de tener más información sobre lo que había ocurrido esa tarde en el Coliseo del Colegio Anderson, en Quito.

No había ninguna señal alentadora, nada que nos sacara de esa sensación del desconcierto por lo inevitable. En pocos minutos una cadena de mensajes y noticias llegó como un vendaval presagiando la tragedia: El candidato presidencial Fernando Villavicencio estaba herido de muerte y había sido conducido a la Clínica de la Mujer, a dos cuadras del Coliseo.

Solo entonces supimos que Fernando había muerto abatido por un sicario colombiano, que esa misma noche también falleció en el pasillo de la Unidad de Flagrancias de la Fiscalía, a donde fue trasladado por un militar y dos policías que lo capturaron a los pocos minutos de haber consumado el magnicidio. Su crimen anunciaba el rumbo que tomaría el caso, hacia el limbo de la impunidad.

Mientras reviso mis archivos para escribir este texto, me detengo varias veces; cavilo. Trato de mirar los hechos en retrospectiva, varias décadas atrás, buscando respuestas al porqué de esa obsesiva lucha de Fernando, que varias veces lo puso al límite.  

Vienen a mi mente los primeros recuerdos de Fernando, cuando lo conocí hace más de 30 años, a inicios de los 90s, en los pasillos de las aulas de la Facultad de Comunicación de la Universidad Central. En 1989 yo había regresado al país para retomar mis estudios universitarios, tras vivir dos años en Londres, Inglaterra, haciendo de todo un poco para salir adelante, mientras estudiaba inglés.  

Yo vivía en el sur de Londres, al otro lado del río Tamesis, en Clapham North. Todos los días para ir a mi trabajo en un restaurante italiano, que quedaba en la zona financiera londinense, conocida como “la City”, tomaba el metro en la estación subterránea más cercana.

A la entrada de la parada varias ocasiones me topé con un grupo de militantes del partido Trotskista, que repartían ejemplares del diario de los trabajadores. Eran entusiastas, convencidos de que la lucha del proletariado aún era posible y que la verdadera revolución solo tendría sentido si se volvía planetaria. Esos militantes añoraban cumplir el sueño de su profeta, el célebre político ruso León Trotsky, de una sociedad justa.  

Precisamente cuando empecé a estudiar periodismo, en las aulas de la Facso, conocí a Milton Arroba, quien con los años también se convertiría en periodista y trabajó en algunos medios. Le conté que acababa de llegar de Inglaterra. Me comentó que sus coidearios del partido Trotskista precisamente tenían una fuerte organización en Londres. Ésta era una ramificación del movimiento que él junto con Fernando estaban impulsando en Ecuador. Así conocí a Fernando, quien para entonces ya trabajaba en una radio.

Fernando y Milton eran buenos amigos. Me invitaron a unirme al naciente movimiento Trotskista, a lo cual decliné, mi meta era enfocarme en mis estudios. La verdad sea dicha, fue difícil negarme porque Fernando era muy persuasivo, un orador recursivo y un lector voraz. Estaba convencido de que la transición democrática hacia el socialismo aún era posible.

Villavicencio creía firmemente en los postulados de Trotsky, conocía su vida y derroteros a fondo. Había estudiado su legado. Siguiendo esa misma línea abogaba por un mundo justo, estaba convencido de que el sistema fomentaba la injusticia. Desde esa época pensé que Fernando, tarde o temprano, se decantaría por la política. El periodismo no le alcanzaría para la misión que se había autoimpuesto. Con los sacrificios personales y familiares que eso implicaba. Y él quería ser el protagonista de esa transformación. 

Trotsky también abrazó el marxismo en su juventud, a los 18 años. Se puso un objetivo que lo acompañaría toda su vida: luchar por la revolución de los trabajadores en Rusia y en todo el mundo. Nacido en Ucrania, en una familia de campesinos judíos, creció en el ambiente ultra represivo del imperio ruso.  Su niñez y adolescencia estuvieron marcadas por hambrunas, conflictos civiles y la corrupción de las autoridades que sembraron la semilla del descontento social y el resentimiento.

Los años siguientes, en uno de sus exilios escapó a Londres y conoció a su camarada Vladimir Lenin, a quien acompañaría luego a su llegada al poder, para fundar la Unión Soviética. Tras la muerte de Lenin, en 1924, se desataron luchas intestinas, descarnadas, por sucederlo, la mayoría de sus camaradas tenía celos de Trotsky. Su principal antagonista fue Yosif Stalin, con quien se enfrentaron en una lucha encarnizada por el poder. 

Así, León Davidovich Bronstein, conocido históricamente como León Trotsky, se acostumbró a tener enemigos desde muy joven, pero nunca de la talla y alcances de Stalin. El “Hombre de Acero” era bien conocido por su firmeza y crueldad para eliminar a todos aquellos que pudieran suponer una amenaza para sus aspiraciones. En 1926 Stalin se convirtió en el líder supremo de la naciente Unión Soviética, con suficiente poder para desterrar a Trotsky que se asiló en México, donde no le perdió de vista hasta concretar su asesinato, en 1940. 

Trotsky murió el mes de agosto a los sesenta años, repudiado por su propio partido, y muy lejos del país que había ayudado a transformar. Tras una vida al servicio de la revolución que sepultó la Rusia zarista. En el exilio vivió en peligro constante, hasta su muerte. 

No es causal que en estos días, cuando se va a cumplir el año del crimen de Fernando, yo haya leído la historia de Trotsky. Encontré paralelismos en su vida, su lucha y su muerte, ordenada por poderosos a quienes fustigó.

Por coincidencia, Villavicencio fue asesinado en agosto, estaba por cumplir los 60 años. Nació en Alausí y creció en el campo, en medio de duras jornadas, con grandes sacrificios familiares. He pensado cuánto debió costarle salir adelante, cuando abandonó su hogar para estudiar y forjarse una carrera en Quito.   

Esas circunstancias, sin duda, marcaron el carácter de Fernando, quien para mediados de los 90s estuvo entre los cuadros que fundaron el movimiento Pachakutik. Entonces empezó a trabajar en Petroecuador como comunicador, pero se convirtió en líder sindicalista.

Por esos días precisamente volví a tener noticias de él por sus denuncias de anomalías en el sector petrolero, que con los años lo catapultaron, por primera vez, al Congreso, como asesor del legislador Cléver Jiménez (2009). Esa etapa precisamente evidencia el tránsito de Villavicencio entre la política y el periodismo, que coincidió con el ciclo de diez años de Correa y la Revolución Ciudadana en el poder.

Con su tenacidad característica, reveló casos emblemáticos, la mayoría sobre corrupción en áreas estratégicas, especialmente en sobre el festín en los contratos petroleros. 

Toda esta etapa, entre 2010 y 2017, estuvo marcada por la persecución feroz de Correa a la prensa. Villavicencio fue enjuiciado y sentenciado junto con Jiménez, y debió pasar a la clandestinidad. 

No obstante, el desgaste de Correa se acentuó tras diez años en el poder. Su declive había comenzado con la caída de su popularidad, en medio de una crisis económica. Eso lo obligó a buscar un relevo que le cubriera las espaldas en su retirada. El escogido fue Lenin Moreno, quien ganó la Presidencia pero rompió con Correa.

Sin embargo, las estructuras y los vasos comunicantes entre el crimen organizado, la corrupción, el narcotráfico y la política quedaron intactas. La narcopolítica se empezó a mostrar de cuerpo entero.

El pensamiento político de Fernando había madurado. Mutó, de posiciones radicales de izquierda, a una más conciliadora hacia el centro. En esas condiciones fue elegido asambleísta. 

Decidió dar la batalla en solitario. Las amenazas en su contra escalaban, pero él prefería no prestarles atención ni distraerse de su cometido. Perdió de vista que los actores poderosos que enfrentaba se mueven con soltura, cómodos, entre víboras y alacranes, en las sombras. 

La acelerada descomposición de todas las instituciones, permeadas por la corrupción, plagadas de operadores del narcotráfico, fue parte del diagnóstico que Fernando alertaba públicamente. Mostraba la cruda radiografía de un estado fallido. Esa precisamente fue su bandera de lucha cuando lanzó su candidatura a la Presidencia con Construye.  

Este 9 de agosto de 2024, al cumplirse un año de su asesinato, su caso todavía tiene la impronta de la impunidad. En la Asamblea, que fue el último bastión de las batallas de Fernando, la vileza política se mostró de cuerpo entero. Los ilustres desconocidos que llegaron al Legislativo, subiéndose en la ola de la indignación por el crimen, privilegiaron sus intereses aliándose con los partidos que antes denostaban.

Una comisión especial que investigó el asesinato, integrada por legisladores de la alianza que respaldaba a Villavicencio, concluyó que éste ocurrió en el contexto de la delincuencia común. Solo la presidenta de ese grupo parlamentario, Viviana Zambrano, fue coherente con los hechos, y concluyó en su informe de minoría que fue un delito político.   

En la Justicia solo los gatilleros han sido sentenciados. La Fiscalía no traza todavía una ruta clara para identificar a los cerebros del magnicidio. Quienes ordenaron la ejecución siguen campantes. Intocables. 

Penosamente, el sistema que ampara esa corrupción sistémica sigue intacto. Para derrocarlo deben juntarse muchas voluntades, colectivos ciudadanos que fortalezcan las instituciones hoy subordinadas a los intereses de políticos asociados con clanes mafiosos, en medio del acomodo de elites ajenas a un proyecto de un país diferente. Es, por el momento, lo que tenemos: un país enajenado, sin valores. Sin Dios ni ley.  

Fernando sembró, como otros jinetes solitarios, esa semilla. Para que ésta germine debemos pasar del yo al nosotros.

Creo que el papel que él jugó en este primer lustro del siglo XXI, encaja bien en uno de los planteamientos distópicos del dramaturgo alemán Bertolt Brecht en su obra “Galileo (Galilei)”, que aborda el juicio que enfrentó en el medioevo el astrónomo, considerado padre de la ciencia moderna. 

La obra recrea desde la ficción los últimos 30 años de la vida del matemático y físico italiano. Específicamente plantea la tensión entre los hallazgos de su práctica científica y el poder de la iglesia católica, durante los tiempos de prohibiciones y represión de la Inquisición en el siglo XVII. 

En una parte decisiva del juicio inquisitivo, al presentir el desenlace, Andrea, uno de los discípulos más vehementes del astrónomo, exclamó en voz alta: 

-“Desgraciada es la tierra que no tiene héroes”. 

A lo cual Galileo, exhausto y agobiado, respondió:

-“No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes”.

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