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—Usted fue, sí, usted fue.
—¿Señor…?
—Le digo que fue usted; no sea sinvergüenza.
—Pero… ¡señor!… perdone: no sé de lo que se trata.
—¡Ah! cínico… Cuéntele al pueblo lo que ha robado al Estado.
El hombre sintió un crujido en el armatoste de su buen juicio y se quedó viendo la cara del airado con ojos desencajados.
—¿Fue usted quien mencionó mi nombre en el proceso de fiscalización de la corrupción hospitalaria?
—…Sí, señor; así me parece…
—Entonces, ¿qué hizo con el dinero que se robó?
—Pero, ¿qué dinero?
—¡Oh! Esto es demasiado. Y ¡claro!, no podía ser de otra manera. ¡A lo que hemos llegado! Usted se va conmigo, Ferdinand, y no diga nada porque no quiero hacerle tomar un chasco. ¡Se ha de creer que sea yo quien sienta vergüenza antes que él!
En la comedia contemporánea, el automóvil sigue siendo un personaje interesantísimo; así es que se acercó un automóvil.
—A la Asamblea Nacional. Vamos a dar una rueda de prensa.
Anonadamiento. «¿Estoy yo loco o está él loco? ¿Sueño o no sueño? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Soy ladrón o no soy ladrón? ¿Existo o no existo?» Alto grado de estupidez.
—¡Pero, señor!
—¡Vuelve usted con lo mismo! No me va a ser posible entenderme con usted. Ya se lo he dicho. Lo que tiene que hacer es devolver lo que ha robado al Estado y no venirme con lamentaciones. Nada de esto hubiera pasado si usted hubiese devuelto eso enseguida. ¿A qué vienen sus fingimientos?
—Se lo juro, señor: no sé qué es lo que usted me reclama.
—¡Cállese! ¡Cállese! Me va a hacer encolerizar. Tengo convencimiento de que fue usted y por eso hago lo que hago. Y no sé bien por qué procedo así. A pesar de la monstruosidad que ha cometido, me ha simpatizado; si no, estuviera ya junto a mí en la rueda de prensa y vergonzosamente. Pero por algo noto que es una persona decente y estoy seguro de que no sufrirá el bochorno del escarnio público.
Asamblea Nacional.
—Vea, Ferdinand, por Dios, devuélvale al pueblo lo que se ha robado. Fueron contratos valorados en millones de dólares y las arcas fiscales están casi limpias. Figúrese usted lo que va a decir el pueblo cuando se entere. Vea, Ferdinand, compadézcase…
—Bueno, diablos, ¿qué es lo que pasa? Le he dicho que no me he robado nada. ¿Entiende usted?: No he ro-ba-do na-da. Ya estamos en la Asamblea. Siga, señor.
—No, no baje; no se moleste. Yo no quiero hacerle quedar mal. Caramba, caramba. Calle usted. No, no; esto no puede ser. Yo sé que usted se compadecerá del pueblo. Adolfo, siga a la mansión.
—¡Maldición!
Y estupidez definitiva: «¿Lo mato o no lo mato? ¿Estoy loco o está loco? ¿Qué hora es? ¿A dónde voy? ¿Hay un amigo tras la noche o un enemigo? ¿Quién es este hombre? ¿He robado o no he robado?»
—No intente arrojarse… Se estrellaría. Vaya más ligero, Adolfo; más ligero.
Y como el viaje fuera largo, Ferdinand tuvo miedo.
Brillaban dos ojos de lobo.
Naturalmente, empezó a llover fuerte.
—No recele de nada. ¿Cree usted peligroso a un empresario honesto como yo? Oh, qué ingenuo… No nos lo comeremos a usted. Pero, hable. ¿Por qué no habla? ¿Se le ha secado la boca?
Silencio empedernido. Desfile, ante la imaginación, de todos los gestos, actitudes y aptitudes de lo absurdo.
—Ya hemos llegado. Tenga la bondad de bajar, Ferdinand. No: por acá. No tenga ningún recelo. Entre. Suba. Caramba, el susto que me ha dado. Yo creí que este caso iba a quedar en la impunidad. Ay, pero hace un frío terrible. Entre, siéntese. (Silencio). Ahora lo que necesito es que devuelva el dinero. Haga el favor, Ferdinand.
—Pero, señor, ¿qué es lo que le pasa? Se lo he repetido hasta la saciedad: yo no he robado nada.
—Bueno, primeramente dígame por qué no me llama por mi nombre…
—…Porque quería ser cortés.
Y el señor rió.
—Caramba, caramba… Perdóneme usted que sea tan molestoso; pero, ya comprenderá… mi situación es de las más difíciles… Ya sabe usted que mis socios están ausentes, y pueden caerme aquí de sorpresa después de dos, tres, cuatro días… ¿Y qué les diré yo de esta reunión? Como ellos son un poco desconfiados, quién sabe qué cosas van a figurarse… ¡Ay, no, Dios mío, si cuando yo pienso en lo que ellos pudieran pensar…! Perdóneme; yo sé que estoy obrando muy indiscretamente, pero es que ahora no puedo hacer nada bien… Permítame que le exija su abrigo…
El señor buscó inútilmente en todos los bolsillos y lo colocó sobre una silla.
—¡Oh! Pero no vuelva a ponérselo. Aguarde usted. Caramba; pero qué reloj tan fino tiene, ¿quién se lo regaló? ¿Quiere tomar una copita? ¿Ron? ¿Cognac? ¿Whisky?
—No bebo nada, señor.
—Uff, qué seriedad… Es de ver al novato. ¿Me perdona un momento? Yo mismo voy a traer, porque no quiero despertar a los sirvientes, y ya veremos si rehúsa. De paso traeré también un pequeño utensilio para que arreglemos lo del dinero robado.
Por fuerza, había dejado de llover.
Miradas rápidas y alocadas. Una ventana baja fue el milagro. Puesto que no había peligro de que se rompiera la osamenta, por allí debía salvarse Ferdinand —y también el cuentista—, para luego, azorado, hundirse en el camino.
Al ruido de la ventana, es evidente que el señor debió regresar a la sala: y al no encontrar a la víctima, salir a ver pausadamente, como quien ha presenciado casi todas las variedades posibles de la cobardía humana, saboreando la exquisita comedia de la huida.
Se reiría a carcajadas. Echaría en el lago quieto de la noche, atado al final de su larga mirada cazadora, este volumen:
—¡Zoquete!
Una honda golpeará el estupor de Ferdinand.
Variante libre de “¡Señora!” (1927), por Pablo Palacio.