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Existen en la actualidad asuntos importantísimos de atención provincial: el mantenimiento de la infraestructura vial, los sistemas de gestión hídrica, el fortalecimiento de las cadenas productivas, la articulación entre desarrollo urbano y preservación ambiental, y muchísimos más. Pero creo que brilla sobre todos la eternamente nueva y eternamente vieja opinión pública.
¡La opinión pública, freno de gobernantes y único timón seguro para conducir con buen éxito la nave del gobierno provincial! ¡La opinión pública, morigeradora de las acciones políticas, de las costumbres cívicas, de los valores democráticos!
Supongamos que pudiera existir una mujer que participe sincera e idénticamente de estas ideas. Luego esta mujer habrá de llamarse Marcela o Laura y estar en la edad madura, entre corpulenta y esbelta, entre elegante y severa.
Esta doña Marcela o doña Laura tendrá que ser de presencia imponente, párpados sutilmente delineados por manos expertas, vestir trajes de corte impecable y portar carteras de cuero que susurren discretamente autoridad.
Se desplazará con paso firme por los pasillos de la Prefectura, revisando informes, grabando esos vídeos de espontaneidad calculada que las redes sociales devorarán con la voracidad de siempre, mientras calibra cada ademán con una precisión que haría palidecer de envidia a los más versados estrategas de la imagen pública.
Casada por conveniencia y estratégicamente solitaria, mantendrá bajo su influencia a un empresario—de esos que edifican el progreso— conquistado mediante la constancia de las licitaciones favorables, y a quien cualquier fiscal podría interrogar:
—¡Señor!, ¡señor!… (etc.).
Este empresario —Xavier o Manuel— tendrá cualquier nariz —digamos aguileña—, cualquier cabello —canela—, cualesquiera ojos —grises—, y será corpulento y tetón.
Puede habitar una mansión en las afueras de la provincia.
Puede frecuentar círculos empresariales muy selectos con quienes celebre reuniones de coordinación, que salpicarán a la prefecta como la sangre las paredes, al impacto de una bala en un cráneo.
La distinguida prefecta, ¡oh maravilla!, tendrá que acudir cada miércoles y sábado a la mansión conocida y dará vueltas junto a la puerta, mirando a todos lados, azorada, procurando evitar un mal encuentro. Cuando él le abra la puerta con gesto servicial, ella experimentará la familiar sensación del control absoluto y responderá con la autoridad de quien dispone de vidas y presupuestos.
Naturalmente, él debe obedecerla sin reservas, aunque con ella no logre experimentar respeto genuino.
Y como la prefecta poseerá instinto político afinado, y como siempre sabrá precisamente qué ordenar y cuándo, habrá de fruncir el ceño con ligera contrariedad.
—Dime, Xavier —o Manuel—, me parece que aquí has recibido visitas. Explícame por qué está allí esa fotografía sobre la mesa.
La imagen de un hombre —digamos, Fernando o Arduino— la contemplará desde la mesa con la mueca congelada de quien ya no podrá ejercer oposición política o interpretar un cuento de Palacio o disfrutar de esas veladas donde la guitarra acompañaba las voces de sus hijas o escribir un poema o bailar o reír o llorar o
Él la aplastará con el silencio.
Entonces, la prefecta, acochinada, tendrá que callar también un rato.
Después de ese rato:
—Bueno, Xavier —o Manuel—, no seas así. Parece que yo viniera a preguntarte… por caridad. Anoche te has reunido con un miembro del partido y él me lo contó, sin saber que…
Gran reacción:
—Mira, Marcela: ya no puedo aguantarte más tus paranoias. ¡Si vienes otra vez con esas, te delato todo!
Pensamiento:
“Si este hombre me delata todo, ¿qué dirá la opinión pública?”.
Variante libre de “El cuento” (1927), por Pablo Palacio.