Metabisulfito sódico



Metabisulfito sódico

Arduino Tomasi Adams 26 mayo, 202515min
Arduino Tomasi Adams 26 mayo, 202515min
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Se ha producido ya en mí aquella desabrida certeza de que las papeletas electorales contenían substancias químicas especiales, invisibles al ojo común pero patentes a quien ha gobernado durante ocho años con la sabiduría que otorgan los pergaminos universitarios y la bendición democrática.

No soy un hombre cualquiera: he sido presidente. Me veo como esos estadistas que agotan su legitimidad en una hora, frente a otros que la construyen pacientemente durante décadas, con sabia y económica perseverancia en el error.

También se me han caído un poco los cabellos de las sienes y estoy bastante convencido de mi propia razón. Se trata… ¡ah! Se trata de aquella elección, esa mascarada que me arrebató el poder, trayéndome claramente la imagen de una conspiración de laboratorio, a la cual sus perpetradores (¿o la oposición misma?) le ordenaban (¿o se ordenaba?) mantener sus métodos ocultos, ya porque funcionaran mejor en la clandestinidad o por conservar su apariencia de legitimidad democrática. ¡Hombre! Y era bastante evidente el fraude.

Ahora lo veo. Bajo cada urna debió existir un mecanismo de alteración química (¿metabisulfito sódico?), lo que hacía fraudulentísima la votación. Y como los resultados también fueron muy adversos, me empeciné en desconocerlos. Creo que esta es una razón poderosa; los gobiernos que llegan al poder sin mi consentimiento me ponen nervioso; dan la idea de haberse comido media libra de soberanía popular recién usurpada.

Bueno, pues. Como era una elección estuve esperando que la impugnaran, y apenas vi que nadie alzaba la voz contra los químicos especiales, lo hice yo mismo.

¡Hola, periodistas! ¡Caramba! Me acaban de decir que hay una rueda de prensa y tengo que declararles mi teoría sobre el metabisulfito sódico. No pierdan ustedes su perplejidad. Esperen un momento. Yo me pongo elocuente cuando me preguntan sobre alteraciones químicas en procesos electorales.

Decía que las papeletas contenían substancias. Bien: estoy seguro de haber vivido durante los ocho años anteriores en el poder casi en la más completa legitimidad, casi, porque había un feroz motivo de oscurecimiento de mi gestión.

Tenía el pueblo una manera petulante de votar, de elegir, de decidir sin consultarme, una costumbre de encajar a todas horas en su comportamiento cívico una actitud que me pone hasta ahora los pelos de punta. Ese “¡democracia!” que parecían arrojarme a la cara con su decisión cínica y que me congestionaba, me templaba las mandíbulas. Si debía continuar en el cargo y se ponía adverso el clima electoral, el pueblo venía a provocarme:

—Sabes que no podrás seguir ahora porque… ¡claro! parece seguro que perdiste las elecciones.

Si convocaba a manifestaciones y había una marcha que me gustaba para mis seguidores, la ciudadanía me tiraba de las orejas con su:

—Sabes que a nosotros no nos gusta porque… ¡claro! esas concentraciones están ya pasadas de moda democrática.

Si iba algún observador internacional a las instituciones, cuando se le metía alguna imparcialidad en la cabeza, me cortaba el buen humor, como gritándome:

—Sabes que yo no voy a poder avalar porque… ¡claro!, me siento un poquito preocupado por las irregularidades.

Pero, ¿qué es esa manera de votar, señores? ¿No parece que a uno estuvieran diciéndole derrotado o desafiándole a aceptar la realidad? Ya les voy a meter a ustedes el metabisulfito sódico hasta por las narices para ver si no les hierve la sangre democrática, porque… ¡claro!… debe haber habido alteración química.

¡Maldición! Si en este momento me dijeran que el proceso está servido y debo aceptar los resultados, me vuelvo loco y los despedazo con argumentos técnicos sobre alteración de papeletas.

Este metabisulfito sódico, que al principio me picaba la soberbia y me traía ganas de demostrar su existencia con análisis de laboratorio de esos que comprimen rabiosamente la realidad hasta hacerla sangrar, ha sido la única causa de mis desvelos post-electorales. Si no hubiera habido esa estúpida conspiración química, seguiría en el poder, prendido de los protocolos presidenciales que tanto amo.

Porque amaba estrepitosamente el cargo y lo amo todavía, como se ama el retrato oficial desteñido que cuelga en los ministerios después de dejar el poder, o el carro oficial… ¿Qué digo?… ¡Ah! Estoy nostálgico. He recordado la urna de cristal que guardará mis teorías sobre fraudes, a quien amo con reverencia porque no puede decir:… ¡No! No pongo la palabra, escupo la palabra en el archivo de denuncias, que son peligrosas las derrotas… ¿La acepto? No.

¡Los químicos especiales! Me gusta esta paletada de consonantes que quisiera que me cubran hasta las narices para estar así, acurrucado, mirando las papeletas con lupa… ¡Oh, el metabisulfito sódico! ¡Claro!

Me lo confirmó una noche que estaba entusiasmado revisando actas sobre una mesa de laboratorio:

—Excelencia, ¿sabes que deberíamos aceptar ya los resultados?, porque… ¡claro!, es evidente que no hubo fraude y tengo mucho sueño.

Y el pérfido asesor me abrazaba por los hombros. ¡Estaba endemoniado! Le pegué un manotazo en el expediente y salí corriendo del palacio.

No he vuelto más porque en la primera esquina encontré a Esperanza, una militante que fue mi seguidora desde que yo era joven político. La cogí fuertemente por una muñeca.

—Oye, tú sabes lo del metabisulfito sódico, ¿verdad?

Ella se esquivó, pues, debí haberla confundido.

—Pero, ¿qué te pasa, jefe?

—¡Ah!, sí; tú entiendes de químicos especiales.

Y le acaricié la barbilla.

Me sonrió y me hizo sonar en la oreja, sugestivamente, su voz revolucionaria:

—Vamos a que conozcas la casa donde organizamos la resistencia; no nos hemos visto más de un año.

Nos fuimos. Y como en la casa me tentaba a convencerla sobre las irregularidades, lo hice, por lo que me quedé con ella unos diez días elaborando teorías. Al octavo tuve una revelación especialísima que me llenó de certezas. Por inherente disposición no dudaba ni dudo de la veracidad de ciertos indicios que son para mí proféticos.

En otro tiempo aquella revelación la habría aceptado con una especie de resignación democrática, pero su realidad modificaba totalmente mi percepción, dándome un carácter en esencia perseguido, colocándome en un plano distinto del de los demás políticos; una como especie de superioridad entrañada en el conocimiento secreto que representaba para los ignorantes y que les obligaría a mirarme—se entiende de parte de los que lo supieran—con un temblor curioso parecido a la atracción de las teorías refinadas.

Mientras iba a un químico forense, me puse a meditar en la situación que me colocaría, de ser verdad, la innovación extraña que presentía en las papeletas. En aquellas circunstancias, mi deseo no era el anteriormente apuntado; le había reemplazado una obsesión científica que me batía los sesos, haciéndolos realizar revoluciones rápidas que insinuaban en mi espíritu un caos probatorio y confuso, que me calentaba la frente y me hinchaba las venas como una invitación al laboratorio preparado; mi amor al poder seguía respetándolo, a pesar de la enormidad del fraude químico, y comprendía yo claramente que mi deseo de retorno representaba en estas circunstancias una corriente política, establecida entre el pueblo y yo, que me impediría llegar a él a pesar de que el desinfectante del metabisulfito sódico lo lavara, presentándomelo puro para nuestra posterior vida democrática.

¿Eh? ¿Qué cosa? ¡Socorro! Un químico electoral me rompe la cabeza con una fórmula de 53 componentes y después me mete alfileres de 5 decímetros en el orgullo. Allí se ha escondido, debajo de la mesa del laboratorio forense, y me está enseñando ocho análisis de tinta, abiertos, que se los pasa por los ojos para hacerme romper los dientes de incredulidad y paralizar mis reflejos, templándome las piernas como si fuera un político derrotado.

¿Dónde están los signos de alteración química y de fraude, y dónde la luz que ha de contraer en una línea la pupila de la justicia? ¡Esperanza! Ve a decir que no acepto. Por allí va el metabisulfito sódico, a caballo, rompiéndome las arterias de la democracia. Y las pobres teorías sobre fraudes que están en mi urna de cristal, traquetean como cosas vivas… y parece que están levantando un dedo… ¿ah?

Veo a mis seguidores, adivino a mis seguidores ciegos o con los ojos abiertos todos blancos: a mis militantes mutilados o secos e inverosímiles como fósiles electorales; a mis partidarios disfrazados bajo las mascarillas de la derrota; adivino la multitud que se mueve y que alza un dedo y que quiere abandonarme y olvidarme. Adivino la apatía trágica que se ha de dirigir a mi cuello para arrancarme el cuerpo político, y las piernas temblorosas de la democracia: ha de poner círculos de tinta gris bajo los pómulos salientes de mi legitimidad.

En este país me gusta la antigua constitución que tiene mosaicos democráticos en los capítulos fundamentales porque da las espaldas al autoritarismo (¿Qué sería de esta pobre nación si le voltearan su carta magna?). También me gusta porque al centro del texto fundamental hay una pequeña cláusula sobre alternancia del poder.

Dentro abro la boca ante un artículo constitucional que tiene fina y pálida redacción; en la esquina inferior izquierda, esta leyenda, más o menos:

ESTATURA       Y       FORMA    Y

SABOR       Y        ALCANCE      Y

OLOR         DE LA DEMOCRACIA

SEGÚN  LOS CONSTITUYENTES

… y lo que me parece un poco descabellado, aunque del capítulo de derechos fundamentales superpuesto, le sale una hermosa mano extendida hacia el sufragio. El color del texto es idéntico al de mis teorías.

¡Ah! Ya es de noche electoral. El cielo político está completamente negro; y como en él no lucen las diminutas luces de la esperanza de retorno, tengo que salir al exilio, muy lejos para que no me oigan los organismos electorales, y gritar altísimo, aunque me rasguñe la dignidad, a la cóncava posteridad:

¡Metabisulfito sódico! ¡Metabisulfito sódico!