NADA ES SUFICIENTE



NADA ES SUFICIENTE

24 octubre, 202415min194
24 octubre, 202415min194
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Cada vez que me siento frente al computador para escribir este texto, busco alguna excusa para no terminarlo. Sigo teniendo problemas para lidiar con el hecho de que a Fernando lo asesinaron.

Si bien puedo hablar del tema con mucha fuerza en público, una vez que debo enfrentar la hoja en blanco del computador, rehuyo, temo, debo esforzarme para evadir el compromiso que he hecho con sus hijas.

Eso me tiene hace semanas buscando las palabras adecuadas. No solo las palabras, sino también el sentido de este texto. ¿Cómo puedo aportar ahora que Fernando ya no está? ¿Cuál es la mejor forma de honrar su legado?

Tal vez el tiempo que me ha tomado culminar este artículo no ha sido en vano, pues algo parecido a una respuesta vino con total claridad días atrás, cuando presenté el documental “This Stolen Country of Mine” ante una audiencia en Gainesville, Florida.

Sin preverlo, con Fernando no solo filmamos un documental, sino una suerte de testimonio, de legado, en la forma de imágenes y sonidos. Entre idas y vueltas, lo estuvimos trabajando unos cuatro años.

El documental, que es una producción alemana dirigida por Marc Wiese y co-dirigida y producida por este servidor, se estrenó a finales de 2022 en Europa. En abril de 2023 tuve la oportunidad de viajar a La Haya para presentarlo frente a una audiencia, en el prestigioso festival enfocado en Derechos Humanos, “Movies That Matter”.

Por supuesto, jamás se me ocurrió que la próxima vez que tuviera la oportunidad de mostrarlo ante una audiencia en vivo, tendría que explicar que Villavicencio, ese periodista valiente que denuncia la corrupción del correísmo y el imperio chino en la película, fue asesinado en agosto de 2023. Y eso acaba de ocurrir dos días atrás, en esta pequeña ciudad estadounidense.

El impacto y la trascendencia de un documental cambian según la fecha en que lo veas, porque la vida sigue, los eventos se suceden, y a veces, como en este caso, la oscuridad acecha. Ver a Fernando nuevamente, a través del documental, conmueve. Es una especie de milagro: ahí está él, otra vez. Sus palabras trascienden aún más porque el tiempo le dio razón en cada frase, en cada sílaba.

Al verlo, vuelvo a tomar conciencia de algo que ya sé, pero que en medio de la vorágine diaria con frecuencia se me pasa por alto: el cine es homenaje permanente. A través de un computador, una pequeña sala o una gran pantalla, Fernando vuelve a vivir.

La proyección termina y me siento afortunado de dignificar así la memoria de un amigo. Paso al frente a responder preguntas del público y recuerdo la primera vez que hablé sobre él ante una audiencia en vivo.

Es un momento que atesoro. Fue hace 10 años, a finales de 2014. El correísmo estaba en uno de sus momentos más imponentes y Fernando, en uno de los más vulnerables. Tildado de “denunciólogo”, de “corrupto” y de “cobarde”, sufría el acoso de la maquinaria represiva de Rafael Correa.

Protegido por el pueblo de Sarayaku, me provocaba un sentimiento de solidaridad profunda y coincidencia plena con sus causas. Fernando se vio obligado a esconderse ante lo que evidentemente era un monstruo estatal, autoritario y corrupto.

Fue durante ese período en la clandestinidad que Martha Roldós me invitó a ser uno de los ponentes en el lanzamiento de su libro “Sarayaku, la derrota del jabalí”. Me sentí especial, pero también asustado.

Estar cerca de Villavicencio en ese momento era peligroso, y no solo peligroso, sino que también atraía los peores adjetivos, no solo del poder, sino de un país que mayoritariamente se dejaba hipnotizar y se alineaba con los discursos estigmatizantes, con la persecución política y con el odio que emanaba desde el poder.

En esos días, quien cuestionaba a Correa era un paria, y a lo que me invitaban, era a un encuentro de parias. Asistir al lanzamiento de un libro de Fernando Villavicencio era un acto de valor. Formar parte del panel, una locura.

Cometí la locura.

El evento se realizó en el Auditorio de la Unión Nacional de Periodistas, cerca de la Corte Nacional de Justicia. Al entrar al pasillo que daba al auditorio, vi a su familia, sus hijas, Tamia y Amanda, recibiendo a la gente y vendiendo los ejemplares del libro. Lo hacían con alegría, con amor, con un profundo sentido de dignidad, lo cual por sí solo ya me parecía increíble.

¿Sería yo capaz de hacer lo mismo en esas circunstancias? La situación no solo era emocionalmente devastadora, sino también económicamente urgente y precaria. La familia de Fernando necesitaba vender esos libros para sobrevivir. Punto.

Dependían en buena medida de la venta de un libro que algún editor loco se atrevió a imprimir, que muy pocas librerías se atreverían a ofrecer y que muy pocos lectores se atreverían a comprar.

Pienso en retrospectiva: lo de Fernando siempre fue un asunto de valientes.

Ingresé al auditorio. Lucía casi vacío. Me dirigí al escenario, donde compartí mesa con Andrés Páez y Martha Roldós. Recuerdo reflexionar mucho sobre la efectividad del poder para sembrar miedo entre quienes respetaban, admiraban o seguían el trabajo de Fernando, que eran muchos.

Lo pensé porque ahí había muy pocos. Tenía claro que entre los asistentes estaba presente la SENAIN, que por esos días hostigaba a su familia (continuaron hostigándolos algunos años más, asunto que pude ver y documentar en su momento). Me inspiró ver a un grupo de aproximadamente 15 sarayakus, liderados por Marlon Santi, que viajaron unas 12 horas desde su pueblo hasta Quito solo para estar presentes en el lanzamiento del libro. Aparte de ellos, había 10 o 15 personas más. Y pare de contar. Eso es lo que hace el miedo.

Pasaron los años, Fernando salió de la clandestinidad y rápidamente se convirtió en una especie de celebridad periodística. Su trabajo vio la cumbre cuando sus denuncias por el caso Sobornos se judicializaron y los líderes de esa mafia política fueron sentenciados. “Ese fue mi mayor triunfo”, dice en el documental. “A ellos los sentenciaron y yo no estuve ni un solo día en la cárcel. Ni uno solo”, agrega convencido.

Y no puedo evitar pensar: “Así es, hermano, pero te mataron. Ya no estás”.

Fernando salió de la clandestinidad y durante esas semanas, casi todo fue reivindicación, al punto que se le preparó un homenaje en Quito. Esta vez, ya no era un lanzamiento con 30 personas en un viejo auditorio y con el protagonista en la clandestinidad.

La sede, fue uno de los mejores hoteles de la ciudad, con unas 1.300 personas solo para aplaudirle. A ese homenaje grande y merecido también me invitaron, pero no pude asistir. Lo llamé para excusarme.

Recuerdo la conversación, que tuve mientras caminaba por el jardín de mi oficina: “Hermano, estuve con tu familia cuando todo el mundo estaba ahuevado. Esta me la perdonas, no podré ir para verte convertido en una superestrella. Ahora todos quieren una foto contigo, yo no estoy para esas huevadas”. Nos reímos. Por supuesto, comprendió.

Mirando hacia atrás, me honra esa conversación.

No por considerarme especial, sino por haber tenido la claridad de acompañar a un hombre que estaba siendo perseguido. Por haberme parado al lado de un hombre valiente que, con todo en contra, seguía luchando en circunstancias extremadamente difíciles.

Me honro porque ese gesto me permitió cultivar una amistad que luego se convirtió en película documental. Película que he vuelto a ver estos días en Gainesville y, aunque me ha roto el corazón, es un justo homenaje al amigo, al periodista y al político.

Y, sin embargo, no es suficiente.

¿Cómo le devolvemos a Fernando algo de lo que nos dio? ¿Cómo hacemos para que, después de su muerte, las cosas recuperen su sentido y no caigamos en el abismo de la desesperanza? Las primeras reflexiones son las obvias.

A Fernando se le honra siendo valiente. Siendo honesto. Amando al país. Se le honra llamando a las cosas por su nombre. Se le honra emulando su rebeldía, su capacidad de confrontar al poder.

Y aún así, no es suficiente.

Entonces continúo reflexionando: a Fernando se le honra respetando y protegiendo a sus seres amados, ya que él no está aquí para hacerlo. Tenemos que estar para Amanda, Tamia y Martín. Para su madre, sus hermanos, sus amigos cercanos. Ellos merecen no solo nuestro respeto, sino también nuestro cuidado, nuestra cercanía, nuestra protección. Nada más duro para un padre que estar ausente para sus hijos.

Amanda, Tamia, Martín: mi respeto, mi lealtad, mi presencia.

Puedo entender el dolor de perder a un padre, pero no la pesadilla que han vivido, la oscuridad que enfrentan, el cinismo al que deben someterse. Lidiar con un fragmento de la sociedad ciega y estúpida, aturdida, que ni siquiera puede oler quiénes componen la red criminal detrás del crimen.

Por eso, a los tesoros de Villavicencio, tenemos que abrazarlos. Hacerles saber que estamos ahí. Que también nos duele. Que también nos conmueve. Y, sobre todo: que también nos concierne.

Y sin embargo, no es suficiente.

A muchos nos mataron algo hace un año. Una esperanza, un símbolo, un referente. Nos dispararon también, pero seguimos vivos.

Me pregunto entonces, ¿qué hacemos con eso? ¿Cómo abordamos esto de estar vivos cuando se ha ido el referente? Continuando su batalla, que es la de muchos. Enterrando a las mafias que trabajan sin descanso para ver a este país en el lodo.

Lograrlo, demanda mucho más que ser valientes. Demanda más que ser soñadores, idealistas o temerarios. Lograrlo, demanda que seamos exitosos. Y es imposible tener éxito si no estamos unidos.

Unidos, buscando la verdad. Unidos, exigiendo la verdad. Tome el tiempo que tome. Demande el sacrificio que demande. ¿Quiénes ordenaron el asesinato? ¿Quiénes son los autores intelectuales? Ya lo dijo San Agustín: “La verdad es como un león; no tienes que defenderla. Déjala suelta y se defenderá a sí misma”.

La verdad no será suficiente, aunque sí un paso firme hacia la justicia y al honor que merece Fernando Villavicencio, un hombre valiente.

Pues cuando asesinan a un padre, a un hermano, a un amigo, nada es suficiente.

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