Se le oía tranquilo y sereno. Ilusionado a pesar del halo fatalista que parecía habitarlo. En el fondo, la política real parecía hastiarlo. Se le oía cansado. Por supuesto que se estaba cuidando. Lo dijo sin dramatismo, como si no midiera el nivel de peligro al que la campaña lo había catapultado. En los hechos -y así lo dijo- él dependía de los organismos de seguridad del Estado y era consciente de que, aunque luciera inverosímil, en sus críticas también incluía, sin dar nombres, a los altos mandos.
Aquel día reconoció tener muchos frentes abiertos. Y nada que poder hacer al respecto. La suma de enemigos era, así lo entendía, el efecto inevitable de la ola de denuncias de corrupción y manejos turbios que había hecho contra políticos, otros poderes fácticos y grupos mafiosos dentro y fuera del país. La lucha contra la corrupción era su bandera y el leitmotiv de su campaña. Se despidió asegurando que se estaba cuidando y que iba a insistir en que reforzaran sus condiciones de seguridad.
La corrupción y sus investigaciones fueron siempre el punto de encuentro con Fernando Villavicencio. Lo conocí en diario El Comercio en los años noventa, donde era editor general. Ya era un activista con muchas carpetas bajo el brazo, apetecidas en las redacciones y limitadas, entonces, al área petrolera. Carpetas tan bien documentadas que era imposible ignorarlo. Desde esa época le pedí que sus denuncias me las entregara directamente. Eso permitía respetar la autoría de su trabajo y evitar que algún reportero tratara, como en efecto ocurrió en otros medios, de ganar reconocimientos con avemarías ajenas.
No se sabía cómo se procuraba los informes, los memorandos internos, los contratos… Y él se divertía diciendo, con una socarronería muy suya, que las secretarias de Petroecuador siempre hacían una fotocopia más… Ese sofisma lo repitió cambiando de protagonista: le entregaban información funcionarios honestos, burócratas escandalizados, amigos políticos, expertos, la fiscalía de Miami o de Nueva York… Nunca dio nombres y era evidente que protegía a sus fuentes. Además, sus investigaciones, plagadas de datos y documentos, en muchos casos no las requerían.
La fama de ser el ecuatoriano mejor informado sobre los chanchullos en general de la clase política y otros poderes en la administración pública, la reafirmó con los años. Se la ganó. Villavicencio era un disco duro con una memoria prodigiosa. No solo conocía chanchullos y corruptelas: conocía de memoria relaciones familiares, políticas y de negocios de muchos de los involucrados en los casos que investigaba.
Se convirtió en un referente para todos aquellos que, en la administración, conocían casos de corrupción y no querían asumir los riesgos de denunciarlos. Recibía más información de la que podía procesar y, en algunos casos, apuraba el paso y colegía antes de tener todas las pruebas. Nunca se acomodó a las servidumbres que impone una investigación periodística ortodoxa. Su método de análisis siempre fue más político que periodístico. Lo sabía. Siempre supo que lo suyo era la política y que por eso era un activista que, con herramientas periodísticas, migraba sin aspaviento alguno al proselitismo político.
Su elección a la Asamblea Nacional y a la presidencia de la Comisión de Fiscalización contribuyeron a legitimar, en la opinión nacional, su labor de investigación y lo convirtió en blanco de algunos de aquellos que él denunció. Villavicencio fue un fiscal general contra los grupos políticos corruptos instalados en el petróleo, en los grandes contratos públicos y en los negocios torcidos con la China. Sin él, la historia del correísmo, como una empresa política delincuencial, no sería la misma. Él fue un factor esencial en el develamiento de sus mecanismos de corrupción en el Estado. Y, como se sabe, muchas de sus investigaciones fueron ratificadas por la Justicia.
Curiosamente, Villavicencio parecía muchos menos interesado en las estrategias políticas ajenas y en los análisis que a diario puede suscitar la actividad política. Él hacía parte de esa generación de investigadores que privilegian la denuncia. Mucho más que la disección de sistemas de poder totalitario y sus montajes que, en el caso de Rafael Correa, incluía la captura del sistema informativo, el aparato cultural y el control de la justicia para asegurar inmunidad a los suyos y la posibilidad de hostigar y perseguir a opositores y críticos con total impunidad. No sorprende que él y su régimen hayan movido el aparato judicial para meterlo preso y aterrorizar a su familia con el fervor de una secta de cruzados.
Quizá el correísmo y sus corruptelas, hechas a nombre de la izquierda, contribuyeron para que Villavicencio se separara de esos sectores jurásicos de los que fue cercano cuando lo conocí. Sin embargo, se cuidó de abrirse frentes protuberantes con ellos. En diálogos informales no solo los criticaba: dejaba traslucir un pragmatismo político y económico que él inscribía en valores netamente republicanos.
No había, no obstante, en su discurso huellas que dejaran pensar en un proceso sofisticado y doctrinario en su distanciamiento con aquellos que -taimados- siguen adorando la violencia revolucionaria y la dictadura del proletariado. Se alejó de ellos sin hacer ruido y siempre se mostró defensor del sistema democrático en el país, por imperfecto que sea.
Su asesinato fue un choque. De un golpe volvieron imágenes tétricas de lo que vivió Colombia en las últimas décadas del siglo pasado. Su muerte, en Quito, en pleno día, en un sitio tan transitado… La muerte de un candidato a la Presidencia de la República, altamente amenazado y que gozaba, supuestamente, de medidas excepcionales de seguridad: pruebas elocuentes sin duda de que fuerzas oscuras cruzaron un umbral prohibido y que Ecuador entró en un ciclo criminal irreversible.
No pocas veces habíamos hablado del caso de Luis Carlos Galán en Colombia. En esa su última llamada, unos 20 días antes de su asesinato, ese tema había sido evocado como un argumento más para que tuviera cuidado.
El 9 de agosto de 2023, el día que los sicarios cumplieron el encargo de mafias siniestras pasadas las seis de la tarde, Fernando Villavicencio había vuelto a las siete de la mañana a los estudios de Ecuavisa en Guayaquil, para ser entrevistado en Contacto Directo. De nuevo era su turno.